Sin necesidad de definir de forma expresa lo que entendemos por corrupción, por ser de general comprensión, consideramos que el origen de la corrupción social y política se encuentra sobre todo en la falta de criterios éticos y morales de buena parte de la sociedad. Esto deriva en la falta de valores positivos tales como la honradez, el amor a la verdad y la rectitud de intención.
En 2006 el entonces Consejo Pontificio “Justicia y Paz” publicó un documento titulado “La lucha contra la corrupción” en que dice entre otras cosas: «si la corrupción es un grave daño desde el punto de vista material y un enorme costo para el crecimiento económico, sus efectos son todavía más negativos sobre los bienes inmateriales, vinculados más estrechamente con la dimensión cualitativa y humana de la vida social».
Y según el Compendio de la Doctrina social de la Iglesia la corrupción «compromete el correcto funcionamiento del Estado, influyendo negativamente en la relación entre gobernantes y gobernados; introduce una creciente desconfianza respecto a las instituciones públicas, causando un progresivo menosprecio de los ciudadanos por la política y sus representantes, con el consiguiente debilitamiento de las instituciones» (n. 411).
Es innegable que la mayor responsabilidad en la corrupción es de aquellos que tienen mayor poder económico o fáctico y mayor autoridad. Pero es indecorosa la justificación de afirmar y creer que la actitud corrupta de los demás pueda justificar la nuestra, sin detenernos a reflexionar que nuestra actitud sirve para expandir la corrupción y a su vez para inducir a otros a pensar que nuestra postura los justifica a ellos en sus actitudes corrompidas.
Nos damos cuenta de la potencial irresponsabilidad en la que incurrimos los cristianos cuando nos apartamos de nuestros criterios y normas morales, asumiendo en el fondo el valor dinero o el valor material como pauta de nuestra vida. Afirmamos con rotundidad que nunca puede justificarse la corrupción por pretendidos actos en servicio a la sociedad. No hay justificación moral ni legal para la acción corrupta. Nadie puede constituirse en juez de sí mismo.
Escuchamos al Papa Francisco cuando nos exhorta en su libro “Corrupción y Pecado” que «nos hará mucho bien, a la luz de la Palabra de Dios, aprender a discernir los diversos estados de corrupción que nos circundan y amenazan con seducirnos. Nos hará bien volver a decirnos unos a otros: ¡pecador sí,