Dar de beber al sediento

Sin duda muchos de vosotros también habéis tenido experiencias parecidas. Siempre recuerdo con gratitud el comportamiento de un matrimonio gallego hacia los peregrinos que íbamos a Santiago de Compostela. Hace ya mucho tiempo, estando de párroco en la parroquia de san Agustín, de Santander, organizamos una peregrinación parroquial a Santiago, arrancando desde el O Cebrerio y realizando las diversas etapas a pie.

Recuerdo que por la tarde comprábamos suministros para la cena fría y dormíamos en los albergues de entonces, o en polideportivos. Me admiró, al cruzar una aldea, una pareja de personas mayores que tenían su casa a la izquierda del camino, y delante de la casa un pozo del que ofrecían un vaso de agua a los peregrinos y un trozo de queso. Llegábamos cansados y sedientos y ellos, con todo cariño y su habla gallego, nos ofrecían lo que tenían. Siempre los recordaré con gratitud en mi oración. Seguro que en Camino de Santiago que cruza nuestra Diócesis muchos de vosotros habéis hecho o hacéis lo mismo y más.

Hoy quiero hablaros de esta segunda obra corporal de Misericordia. El pueblo de Israel, un pueblo que sabe de travesías por el desierto y de la sed que quema por dentro, un pueblo que anhela fuentes de agua y sueña con manantiales abundantes, con acequias llenas de agua, aprecia como agradable a Dios el dar un vaso de agua incluso al enemigo: «Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber» (Prov 25, 21).

Cómo me gusta ver a Jesús cansado del camino y con sed pidiendo agua a una mujer samaritana: «Llegó Jesús a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca del campo que dio Jacob a du hijo José: allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al pozo. Era la hora sexta (las 12 de la mañana). Llega una mujer de Samaría a sacar agua, y Jesús le dice: “Dame de beber”» (Jn 5, 5-6). Ella se lo dio y Él le dará otra agua que salta hasta la vida eterna. Él prometió recompensa al que de beber a un discípulo. «El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños, sólo porque es mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa» (Mt 10, 42).

Nosotros, quizá, no sabemos lo que es pasar sed; abrimos el grifo y sale agua, o la compramos en el supermercado, o la bebemos en las fuentes públicas. Es más, abusamos dejando correr el grifo o la ducha más de la cuenta y después nos justificamos, si nos pica la conciencia, pensando para nuestros adentros: “ya lo pago”. O contaminamos los cauces y veneros de las aguas, superficiales o subterráneas y nos quedamos tan tranquilos. Pero hay pueblos enteros en el mundo que no tienen agua, o tienen que recorrer kilómetros y kilómetros bajo un sol de justicia cada día con sus vasijas. ¡Cuántos niños y no tan niños enferman o mueren por no tener agua potable! ¡Cuántos mueren o tienen que desplazarse porque las sequías hacen que las cosechas no se puedan recoger! Naciones enteras que no tienen planes hidrológicos, sin presas, pozos, canales, autovías del agua, acequias y sin medios de regadío modernos. También entre nosotros puede darse el caso de barrios o aldeas que no tienen suficiente agua, sobre todo en verano, o les llega con poca presión, etc.

¿Qué hacer? Sin duda ser responsables, más responsables, con relación en el uso del agua; no abusar, no contaminar, sino valorar y agradecer a Dios el regalo de la «hermana agua, la cual es muy útil y humilde y precisa y casta» (San Francisco. Cántico de las Criaturas). Pero también ser solidarios con los pueblos y naciones que no tienen este precioso y vital elemento, regalo de Dios. Apoyar planes y proyectos públicos o privados para hacer pozos, traídas de agua, etc. No cerrarse en nuestros intereses egoístas individuales, grupales y continentales.

Además de la sed corporal hay entre nosotros, cada día más sentida, una sed de sentido, una sed profunda de amor, de ternura y misericordia, de paz, justicia, plenitud, de vida... de Dios, aunque muchos no lo sepan. San Juan de la Cruz lo califica de deseo abisal. . Y esa sed sólo puede saciarla Dios. Los salmos cantan «Oh Dios, tú eres mi Dios... mi alma está sedienta de ti como tierra reseca, agostada sin agua» (62, 1). El salmista dice: «Todas mis fuentes están en ti» (87, 7). Unamuno lo expresaba de esta manera: “Dios es el agua de nuestra sed”. No nos hagamos cisternas que no pueden contener el agua viva. Busquemos y saciemos nuestra sed en Dios y, con Antonio Machado, te digo y me digo: “¿Dices que nada se crea? No te importe; con el barro de la tierra haz una copa para que beba tu hermano”.

 

+ Manuel Herrero, OSA

Obispo de Palencia

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