La expresión “Las Edades del Hombre” puede tener y tiene múltiples significaciones y a ellas quiero referirme brevemente.
La primera acepción de edad es tiempo que ha vivido una persona o ciertos animales o vegetales; después: duración de algunas cosas o entidades abstractas, cada uno de los períodos en que se considera dividida la vida humana, cada uno de los grandes períodos en que, tradicionalmente y según distintos puntos de vista, se considera dividida la historia (Cfr. Diccionario de la RAE).
Con esta expresión, en singular o plural, nos podemos referir al estudio de los orígenes del hombre, la evolución humada. Una muestra excepcional es la que se nos ofrece en la vecina ciudad de Burgos sobre la evolución humana teniendo como base los hallazgos de Atapuerca.
Podemos referirnos a las edades de la historia humana, arrancando de la Prehistoria -con sus divisiones en edades de la piedra, del cobre, del bronce, del hierro-, y la Historia con las edades antigua, clásica, medieval, moderna, y contemporánea. En otras situaciones se habla de edad de plata, edad de oro, etc.
También nos podemos referir a las distintas etapas de la vida de cada persona: la concepción, en el vientre materno, el nacimiento, la infancia, la adolescencia, la juventud, la edad adulta, la madurez y la senectud.
Desde el punto de vista religioso y cristiano se han hecho diversos esquemas de las edades de la historia, y de la historia de salvación, basadas en el simbolismo de la historia bíblica y los números.
San Agustín (+ 430), por ejemplo, usaba dos esquemas para hablar de las edades de la historia. El primer esquema dividía la historia en seis épocas: 1ª: de Adán a Noé; 2ª: de Noé a Abrahán; 3ª: de Abrahán a David; 4ª: de David al cautiverio de Babilonia; 5ª: del cautiverio de Babilonia a Jesucristo; 6ª: de Jesucristo a la Parusía, a su venida en gloria; 7ª: la vida eterna. Este esquema se desechó hacia el año 400. El segundo esquema utilizado es más sencillo y tripartito: 1º: la historia antes de la ley de Moisés o la ley de la naturaleza; 2º: la historia bajo la ley de Moisés; 3º: el tiempo bajo la ley de la gracia. El centro de la historia estaba marcada por la Encarnación.
San Agustín, finalmente, resume todas las épocas y edades en dos: 1º: el tiempo en que se esperaba a Cristo y, 2º, el tiempo después de la venida de Cristo. Este esquema es el que todavía usamos nosotros cuando contamos la historia y los años. Este año estamos en el año 2018 desde el nacimiento de Cristo, aunque Dionisio, el Exiguo, se equivocara en el cálculo unos pocos años.
San Gregorio Magno (+560) hablaba de cinco etapas, basándose en la parábola de los obreros enviados a la viña a distintas horas (Mt 20,1-16) y en ella se apoyarán algunos escritores medievales para establecer cinco edades del mundo marcadas por Adán, Noé, Abrahán, Moisés y Cristo.
Según Joaquín de Fiore (+1202), en la historia se podían distinguir tres etapas o edades sucesivas: a la Edad del Padre (Antiguo Testamento) y a la del Hijo (Nuevo Testamento) habría de seguirle la Edad del Espíritu Santo en la que se cumpliría el Sermón de la Montaña, la reconciliación con los cristianos griegos, judíos y cristianos y una época de paz.
San Buenaventura (+ 1274) hablará de dos tiempos: la edad del Antiguo Testamento y la del Nuevo Testamento; también el tiempo de la sinagoga y el tiempo de la Iglesia. Igualmente divide la historia según el número septenario, teniendo en cuenta el Antiguo. Testamento, el Nuevo Testamento y situando a Jesucristo en el centro de la historia; en ocasiones dividía la historia teniendo como referencia el número siete en el Apocalipsis (siete cartas, siete ángeles, siete copas, siete trompetas, etc.
¿Qué queremos afirmar con esta expresión Las Edades del Hombre? Que toda la historia del hombre está atravesada, impregnada y llena de la misericordia, la benevolencia y el amor de Dios; que Cristo, el mismo ayer, hoy, y siempre, es la edad y las edades del hombre y de la historia. Cuando nosotros usamos esta expresión nos referimos al hombre en todas sus dimensiones y queremos afirmar que el mismo hombre y toda su realidad tiene como clave para entender todo lo existente y al mismo Dios, a Jesucristo. «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación». Cristo es el que esclarece el misterio del hombre, el enigma del dolor, del mal y de la muerte que fuera del Evangelio nos abruma. Cristo resucitó, destruyendo la muerte con su muerte, y nos dio la vida para que, hijos en el Hijo, clamemos en el espíritu: ¡Abba! ¡Padre! (GS, 22). Es nuestro hermano, nuestro Señor, el nuevo Adán, el cielo nuevo y la tierra nueva, el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin.
+ Manuel Herrero Fernández, OSA
Obispo de Palencia.