San Carlos Borromeo - Santos en tiempos de coronavirus (I)

San Carlos Borromeo - Santos en tiempos de coronavirus (I)

La peste golpeó con dureza, en la segunda mitad del siglo XVI, el norte de Italia. Y en esta ocasión destacó la grandeza espiritual y el temple de San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán. Las autoridades civiles impusieron a la población una durísima cuarentena, gracias al cual sólo hubo 17.000 muertos en Milán (que contrastan con los 70.000 de Venecia, donde la cuarentena no fue tan estricta). San Carlos apoyó las medidas gubernamentales que incluían la suspensión del culto público y la clausura de las iglesias durante meses; sin embargo, encontró los medios para que los fieles no quedaran sin los auxilios espirituales, poniendo incluso en riesgo su vida y la de sus sacerdotes.

A comienzos de 1576 se vivía un ambiente de gran alegría en Milán, ya que el Papa Gregorio XIII había concedido a la diócesis la celebración de un jubileo extraordinario, que se inauguró el 12 de febrero, con un gran flujo de peregrinos que acudieron de toda Lombardía a la ciudad ambrosiana. En abril llegaron noticias de que en algunas ciudades cercanas (Trento, Venecia, Mantua), se estaba extendiendo la peste bubónica, aunque inicialmente se atribuyó a un brote de gripe común y no se le dio importancia. El gobernador de la ciudad (entonces bajo dominio español), Antonio Guzmán y Zúñiga, marqués de Ayamonte, introdujo restricciones a las peregrinaciones, ordenando que no se pudieran reunir más que pequeños grupos, siempre y cuando poseyeran el “biglietto”, un documento expedido por las autoridades sanitarias en el que se certificaba que la persona en cuestión no tenía síntomas atribuibles a la peste.

San Carlos, a la vista de los acontecimientos, y para reducir la afluencia de peregrinos a Milán, decidió que el Jubileo podía celebrarse en multitud de iglesias de toda la diócesis y de diócesis vecinas, para que así los fieles pudiesen ganar más fácilmente las indulgencias.

A principios del mes de julio, los primeros casos empezaron a registrarse en Milán, a pesar de que las autoridades sanitarias habían ido desarrollando medidas cada vez más estrictas, como el aislamiento de los pueblos más afectados, la suspensión de todos los eventos, la vigilancia de las puertas de entrada y salida de la ciudad, la limitación del comercio, la limpieza diaria de las calles y el tránsito libre sólo para los portadores del “biglietto”. La gran explosión de contagios en Milán tuvo lugar a comienzos de agosto de ese año 1576, y muchas autoridades civiles huyeron a pueblos cercanos, dejando desasistida a la población.

A medida que la plaga se extendía, las barriadas más afectadas se aislaron, y se llegó incluso a construir, fuera de las murallas de la ciudad, un primer grupo de 250 chozas para alojar a las víctimas y a los posibles contagiados. Los cordones sanitarios se revelaron insuficientes y la enfermedad se extendió por todos los barrios de la ciudad. Los enfermos se trasladaron a un lazareto, situado cerca de la Porta Occidentale de Milán, y se dividían según estuvieran infectados, sospechosos o en proceso de recuperación.

Desde el comienzo de la epidemia, el cardenal Borromeo tomó medidas inspiradas por un gran sentido común y una sólida fe en la providencia divina. Publicó una serie de normas a seguir por todos los sacerdotes, con indicaciones de cómo acompañar a los enfermos y socorrerles con los auxilios sacramentales, y eligió a ocho colaboradores más cercanos y de confianza para que le acompañasen personalmente en el cuidado diario de las víctimas. Cuando se enteró que los médicos se negaban a visitar a los enfermos internados en el lazareto, limitándose a dar instrucciones a distancia a través de intermediarios, decidió ir en persona. El Tribunal de Sanidad de la ciudad se opuso, pero eso no impidió que el pastor ambrosiano, ante la puerta del lazareto, bendijera y consolara a los enfermos allí confinados.

San Carlos era consciente de que su actividad sacerdotal le exponía al contagio y a convertirse, así, en un vector de difusión de la enfermedad, con lo cual empezó a tomar medidas preventivas, tales como llevar siempre un bastón largo para mantener a sus interlocutores siempre a una distancia prudente, mudarse muy a menudo de ropa y lavarla en agua hirviendo, y purificar todo lo que tocaba en el fuego o con una esponja empapada en vinagre. Las monedas que repartía como limosna las llevaba siempre en un frasco lleno de vinagre. Mientras duró la pandemia y estuvo al servicio de los contagiados, impartiéndoles los sacramentos, renunció al personal de servicio que le atendía, y fue voluntariamente a vivir a un rincón del palacio episcopal, para que nadie tuviera miedo o sospechas, y reducir al mínimo los contactos humanos, y así no contagiar a nadie.

Para asistir espiritualmente a los infectados, san Carlos envió una carta a todos los sacerdotes de la diócesis, invitándoles a colaborar con él, y dirigiéndose especialmente a los clérigos suizos, que no temían la peste. Fue personalmente por las parroquias y conventos invitando a los sacerdotes a unirse a este servicio, encontrando casi todos los que necesitaba, que, durante el tiempo que duró la pandemia, residían con él en el obispado, corriendo todos los gastos a su cargo. El Marqués de Ayamonte le permitió que los frailes capuchinos se encargaran de la asistencia espiritual del lazareto.

Para implorar a Dios la gracia del fin de la epidemia, san Carlos ordenó la celebración de cuatro procesiones, en las que sólo podían participar hombres adultos (las mujeres y los niños, siendo más propensos al contagio, tenían prohibido salir de sus casas por ningún motivo). Dichos cortejos estaban divididos en dos filas de una sola persona, y a tres metros de distancia una de otra, prohibiendo la participación de infectados y sospechosos de contagio. El propio arzobispo presidía dichas procesiones, descalzo y con una soga al cuello, caminando desde el Duomo hasta la basílica de san Ambrosio, y llevando la reliquia del Santo Clavo de la Cruz de Cristo, que se custodia en la catedral milanesa.

A medida que la epidemia avanzaba, el lazareto y las cabañas a las afueras de la ciudad se quedaron pequeñas. San Carlos propuso al gobernador la utilización de terrenos eclesiásticos extra urbanos para la construcción de más cabañas y la declaración de una cuarentena general para toda la población. Se construyeron varias “ciudades” de chozas para los enfermos, rodeadas de fosos y terraplenes para garantizar el aislamiento, y en todas ellas se construyó también una pequeña capilla para celebrar la misa y administrar los sacramentos. Estas capillas estaban elevadas unos tres metros por encima de las demás cabañas, para que los enfermos pudieran ver y escuchar desde sus habitaciones y lechos las celebraciones eucarísticas. 

La cuarentena general comenzó el 15 de octubre para todos los habitantes de Milán, y san Carlos promulgó un edicto donde ordenaba a los clérigos que no salieran de sus casas, excepto a aquellos que estaban al cargo de la asistencia material y espiritual de los enfermos y moribundos. Durante las dos semanas anteriores al inicio de la cuarentena se permitió a la gente salir para hacer acopio de víveres, confesarse y comulgar. Las parroquias eran las encargadas de censar los habitantes de su jurisdicción y de hacer controles para que las disposiciones se cumpliesen.

Con el inicio de la cuarentena cesaron todas las actividades comerciales, y esto llevó a la indigencia a la mitad de los habitantes de Milán, privados de todo medio de subsistencia. El sostenimiento de todos estos indigentes recayó, durante seis meses, sobre las instituciones municipales y los ciudadanos más ricos, entre ellos el propio San Carlos Borromeo, que era miembro de la familia Médici y sobrino del papa Pio IV. Un sacerdote de cada una de las zonas en las que estaba dividida la ciudad tenía órdenes expresas del arzobispo de visitar diariamente “cada casa infectada o sospechosa de plaga, ayudando a los necesitados con dinero, sal, mantequilla o jabón”. Además, ordenó que en cada casa se hiciese oración siete veces al día, y para recordarlo, en las iglesias parroquiales debían sonar las campanas en los momentos señalados, para que los milaneses pudieran invocar la ayuda divina, rezando en voz alta, cantando las letanías de los santos y otras oraciones.

Como quienes estaban en cuarentena no podían acudir a las iglesias a recibir los sacramentos, san Carlos Borromeo ordenó que, en cada cruce de calles, en lugares visibles desde la mayoría de las casas, se erigiese un altar, y se celebraran allí misas todos los días de la semana, para que los fieles pudieran participar en los ritos sagrados desde las ventanas. Los sacerdotes encargados acudían a casa de los que lo solicitaban, para que pudieran comulgar y confesarse. Para la comunión, el sacerdote colocaba la partícula en un platillo de plata, y luego la volcaba en la boca del fiel, sin contacto humano. Para las confesiones, el sacerdote se quedaba en la calle y el penitente bajaba, teniendo la hoja de la puerta como tabique de separación entre ambos.  Después de administrar la eucaristía, los sacerdotes pasaban sus dedos pulgar e índice sobre la llama de una vela para desinfectarlos.

El propio arzobispo se presentaba diariamente y por sorpresa en las distintas zonas de la ciudad para animar así al clero con su ejemplo y asistir al pueblo con los sacramentos, en sus casas, el en lazareto o en las chozas. Cuando distribuía limosnas y comida, aprovechaba para conversar y animar a los enfermos, preguntándoles de qué parroquia eran, si se confesaban o no, si tenían necesidades materiales, de medicinas, o de enseres como paja, mantas o cosas del estilo. La cercanía del arzobispo no se hizo esperar tampoco a los muchos sacerdotes que cayeron enfermos en el desempeño de su ministerio.

En enero de 1577 tuvo lugar una nueva procesión, en la que solo participaron el arzobispo, el Gobernador, el Senado, los Decuriones, las autoridades civiles y el clero de Milán. A partir del 1 de febrero el Marqués de Ayamonte suavizó la cuarentena, y a partir del 24 de marzo ya podían salir de casa libremente todos los varones mayores de 12 años y reabrirse las tiendas, mientras que las mujeres y los niños se les permitió ir a la iglesia a confesarse y prepararse para la Pascua. El 7 de abril el pueblo de Milán ya pudo celebrar la Pascua, coincidiendo la Resurrección del Señor con la liberación de Milán de la epidemia, que se erradicó por completo el 20 de enero de 1578.

Julio J. Gómez Otero

Adaptado del blog Caminante Wanderer, 27 de abril de 2020