En el aniversario de la Adoración Perpetua

En el aniversario de la Adoración Perpetua

El 22 de noviembre de 2013, el mismo año de su elección, el Papa Francisco recordaba que «el centro está allí donde está Dios, por eso, lo más importante es la adoración». Y añadía: «Yo creo -lo digo humildemente- que quizás nosotros cristianos hemos perdido un poco el sentido de la adoración». Para aquellas fechas, la Diócesis de Palencia ya disponía en la capital de la iglesia de Santa Clara dedicada a este fin. Hoy, tras nueve años de recorrido, es urgente la incorporación de nuevos adoradores que garanticen su continuidad. Ese es el deseo manifestado por el Papa para toda la Iglesia, la existencia de «lugares que favorezcan la adoración».

Cabe recordar que el próximo año se cumple el décimo aniversario de la Adoración Perpetua de Palencia, instaurada el 19 de junio de 2009, fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Con este motivo, traigo a la memoria un “acontecimiento” sucedido en la solemne procesión eucarística de aquel día desde la Catedral hasta la iglesia de Santa Clara. El hecho pudo pasar desapercibido a la mayoría de los fieles que asistieron, pero no al obispo don José Ignacio Munilla ni a quienes lo acompañábamos portando el palio. Al término de la procesión, antes de entrar el Santísimo en el templo, mientras se rezaban y cantaban himnos en su honor, un grupo de inocentes niñas vestidas de primera comunión se encargaron de la lluvia de pétalos. Con este fin, cada una llevaba una cesta de mimbre bien repleta. Pronto don José Ignacio comprobó que lo que debía ser una “suave lluvia” se convertía en una auténtica pedrea. Dos de las niñas, con caras de traviesas (a una le faltaba un diente), en vez de lanzar los pétalos al aire, se divertían arrojándolos con fuerza, dando en el rostro del Obispo. Desde una valla, un par de mujeres cariacontecidas (que no quedaba duda que eran las sufridas madres), hacían gestos de desaprobación, pero sin ningún efecto. En medio de los cánticos, aquello se prolongaba demasiado. Quienes llevábamos los varales los hubiésemos utilizado de no estar pegados al cielo del palio, y por supuesto, el Santísimo delante. Yo esperaba un gesto del Obispo, algo así como una mirada de desaprobación o enfado. Pero don José Ignacio apretaba fuertemente con sus manos la custodia y cerraba los ojos a cada petalazo. No tuve duda, entonces, de que rezaba por aquellas pequeñas y por tantos cristianos que sin formación, o con ella, carecen del sentido de lo sagrado y apenas valoran la presencia de Jesús en la Eucaristía. Desde entonces, miles de oraciones se han sumado a esta “primera” del Obispo, auténticos pétalos derramados al Amor de los amores.

Antonio Cabeza Rodríguez
Adorador y profesor de Universidad