La Delegación de Liturgia de la Diócesis, en colaboración con algunas parroquias, ofrece el siguiente plan de celebración de la Cuaresma 2019.
1. Dar un sentido a la Cuaresma: cuarenta días, desierto, prueba, opción de vida, conversión, Pascua... es camino con varias direcciones:
• Teológico: A Dios que nos busca y espera (Ap 3,20);
• Antropológico: A la realidad profunda de la persona, a su identidad más radical y a las opciones que configuran su vida y le reportan felicidad o vacío;
• Político-social: A la sociedad de la que formamos parte, desde la que Dios llama y a la que servimos.
Estas tres direcciones son caminos de llamada, de conversión y de don, de cruz y de resurrección, de Pascua. La cuaresma, como tiempo litúrgico, es pedagogía y kairós, seguimiento de Jesús en su travesía pascual (Hb 12, 2), tiempo de gracia, de salida, de misión.
2. Planteamiento: Lo hemos diseñado teniendo en cuenta estas dos referencias:
• La Palabra de cada domingo (principalmente primeras lecturas y evangelios)
• ¿Cómo convertir y recrear actitudes en nosotros y en la comunidad cristiana, y regalarlas a la sociedad?
Desde ellas hemos diseñado un recorrido a lo largo de los cinco domingos de la cuaresma, que ayude a reflexionar, descubrir respuestas y abrir cauces.
3. Materiales:
3.1. Cartel y lema.
Nos parece oportuno expresar la idea general en un lema y plasmarlo en un cartel, que se puede hacer visible a toda la comunidad. El lema elegido, en sintonía con el lema pastoral de la diócesis para todo el curso, es este: COMUNIDADES QUE REGALAN VIDA.
3.2. Tema central de cada domingo, con un título y un pequeño desarrollo.
3.3.- Hoja con algunos recursos -texto del Evangelio, una historia y una oración- para poder utilizar en la celebración cada quien como crea conveniente.
I Domingo de Cuaresma
Discernir es hacer el ejercicio de analizar la realidad, sopesar los valores y los caminos, lo positivo y lo que no lo es, para elegir lo auténtico, lo que conviene, lo que aporta vida, positividad... Discernir para decidir, para optar. Buena parte de lo que somos es el resultado de las decisiones que hemos tomado.
Jesús vivió esta tensión no sólo en la experiencia del desierto, sino a lo largo de toda su vida, como aparece en la escena de Getsemaní y en el mismo Calvario.
En nuestra sociedad de la cultura líquida, los valores efímeros, lo subjetivo y lo relativo... es fundamental discernir bien y elegir lo mejor. “Examinadlo todo y quedaos con lo bueno”, dice San Pablo. (1 Tes 5, 21)
Para discernir bien no es suficiente la cabeza, porque la mente nos proporciona ideas, razones, que con frecuencia nos distancian y dividen. Es necesario el corazón, que pone en juego la compasión, la misericordia, el amor, y es capaz de unirnos más allá de otras diferencias.
En este contexto, la comunidad cristiana puede y debe ofrecer a la sociedad lo que ella tiene: El discernimiento de la fe, la alegría del Evangelio y los valores que aportan luz, vida, comunión y fraternidad.
• Optar por el valor del ser frente a la seguridad del tener.
• Optar por el Dios vivo y verdadero, el que guía a Jesús, frente a los dioses mundanos del dinero, la apariencia o el poder en cualquiera de sus formas (Cf. Evangelio del día)
• Optar por construir una sociedad democrática, de personas iguales en dignidad y derechos, de convivencia y diálogo, integradora de las diferencias, solidaria con los más débiles, acogedora y fraterna.
• Optar por ser comunidad en salida, que evangeliza y se mancha con el barro de la realidad, en vez de Iglesia autorreferencial, que se cierra y protege (EG 49).
II Domingo de Cuaresma
En el relato de la Transfiguración de Jesús (Lc 9, 28b-36) resuena con fuerza la voz del Padre “Este es mi Hijo amado, ESCUCHADLO”.
La importancia de la escucha está presente en toda la historia de la relación de Dios con la humanidad: Dios escucha el clamor de su pueblo (Ex 3, 7-9); “Escucha, Israel”, dice la Shemá, el artículo central de la fe judía; “Este es mi Hijo, escuchadlo”, dice el Padre sobre Jesús en los relatos del bautismo y de la transfiguración; “Quien tenga oídos, que oiga”, dirá Jesús al final de alguno de sus mensajes.
Escuchar es más que oír, es acoger, entrar en la razón del otro, abrir camino al diálogo. Escuchar es recíproco, es diálogo, único camino para conocerse, convivir, quererse, hacer comunidad y construir sociedad. Escuchar compete a Dios y también al ser humano. En el Evangelio escuchar compromete a vivir: “El que escucha mis palabras y las pone en práctica, se parece a aquel hombre...” (Mt 7, 24) o “Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11, 28).
Miramos a nuestra comunidad y percibimos la necesidad de escuchar a Dios y seguramente de escucharnos también unos a otros, dialogar, compartir sentimientos, fe, valores; necesitamos escuchar al hombre y mujer de hoy, sus angustias, gozos y esperanzas. (GS 1); necesitamos dialogar más también con otros en el ámbito mayor de la Iglesia. (ES 106).
Miramos a nuestra sociedad y la vemos tan tensionada, enfrentada y dividida -fractura de regiones, entre grupos sociales y políticos, de equilibrio económico, de reconocimiento legal y jurídico, diversos tipos de violencia...- que necesita, más que nunca, la escucha y el diálogo.
Nuestro servicio de comunidad cristiana a la sociedad hoy sólo puede ser por medio de la escucha y el diálogo (ES 72), que asume el respeto a las diferencias legítimas y lleva al intercambio y a la convivencia en paz. “La Iglesia -decía San Pablo VI- debe entablar diálogo con el mundo en el que tiene que vivir. La Iglesia se hace palabra. La Iglesia se hace mensaje. La Iglesia se hace coloquio” (ES 60). “Esta forma de relación denota un propósito de corrección, de estima, de simpatía, de bondad, por parte del que la establece. Excluye la condenación apriorística, la polémica ofensiva y habitual, la futilidad de la conversación inútil. Si bien no mira a obtener inmediatamente la conversión del interlocutor, ya que respeta su dignidad y su libertad, mira, sin embargo, al provecho de éste, y quisiera disponerlo a más plena comunión de sentimientos y de convicciones” (ES 73)
III Domingo de Cuaresma
Los sociólogos califican a nuestra época como “era del desánimo”, “sociedad del cansancio” y le aplican rasgos como pérdida del "sentido comunitario" (Francisco, EG cap. II), "individualismo posesivo" y cosas así. Rasgos que nos hacen pensar en una sensación más profunda que, poco a poco, nos va invadiendo: La inseguridad y falta de confianza ante el futuro.
Esta parece ser hoy la enfermedad mayor de las sociedades occidentales, viejas en sus miembros, ricas y satisfechas en bienes, pero, a la vez, miedosas ante lo externo, construyen muros para guardar lo que tienen y carecen de coraje para acoger lo distinto, de imaginación para crear algo nuevo y de ilusión y utopía para construir futuro. Se diría que están perdiendo el futuro. Cuando se pierde el futuro se pierde también la esperanza, y sin esperanza no se puede vivir.
La Palabra hoy nos transmite otro mensaje: En Ex 3,1-8a.13-15, Dios ve la opresión de su pueblo y dice: Este pueblo tiene futuro; Yo voy a ser su futuro, un futuro de libertad. En el pasaje del Evangelio, con la imagen de la higuera, se dice lo mismo: La paciencia de Dios es nuestra garantía de futuro. Dios siempre da otra oportunidad, siempre espera la conversión, siempre es posible, siempre hay futuro.
La comunidad cristiana no está llamada a ser profeta de calamidades, como denunciaba San Juan XXIII. Es comunidad de esperanza y, por lo tanto, de futuro. La sociedad espera de ella el gozo del Evangelio, que llena el corazón y la vida; y espera el don de Jesús que libera del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento (EG 1). La utopía cristiana, que Jesús llamaba Reino de Dios, es don y, por lo tanto, realidad presente, a la vez que promesa de un futuro más pleno. De esta forma, presente y futuro no son dos espacios separados sino implicados: Construyendo el presente creamos el futuro.
La comunidad cristiana tiene todos los elementos para creerlo así. Dios nos da un futuro y lo pone en nuestras manos; y nos compromete, como a Moisés, para, con palabras y con hechos, ofrecerlo a la sociedad como buena noticia y aliento de vida. Revisémonos primero, recreemos fe y esperanza, oteemos el horizonte, descubramos signos de futuro y fuerzas renovadoras que ya lo impulsan. Pongámonos en el camino.
IV Domingo de Cuaresma
Las situaciones de conflicto y de violencia entre personas, grupos y pueblos, el crecimiento de actitudes de intolerancia, xenofobia, fundamentalismo, rechazo del diferente dan a la reconciliación una gran actualidad. San Juan Pablo II, en la exhortación apostólica “Reconciliación y penitencia” (RP), en los nos 2 y 3, con los títulos “un mundo en pedazos” y “nostalgia de reconciliación”, hace una buena descripción de las divisiones de nuestro mundo, que concluye con estas palabras: “La aspiración a una reconciliación sincera y durable es, sin duda alguna, un móvil fundamental de nuestra sociedad como reflejo de una incoercible voluntad de paz; y -por paradójico que pueda parecer- lo es tan fuerte cuanto son peligrosos los factores mismos de la división”.
La parábola del Evangelio, comúnmente conocida como del Hijo Pródigo, la hemos interpretado muchas veces desde el criterio de la conversión de la persona. Con ello se resalta la figura del hijo menor, que se aleja, recapacita y vuelve. Después nos han hecho ver, con acierto, que la parábola se refiere principalmente del Padre. Él es quien reconcilia al hijo menor y trata de hacerlo con el mayor y entre ambos. San Pablo, por su parte, interpreta la vida y misión de Jesucristo como la obra de reconciliación del mundo por parte de Dios y su propia vida como servicio de reconciliación. (Ef 1,20; 2 Cor 5,18).
La reconciliación, según eso, constituye también la misión y tarea de la comunidad cristiana y se despliega en estas cuatro dimensiones: con Dios, consigo mismo, con los otros y con toda la creación (RP 8).
• La reconciliación con Dios nos lleva a confiar en Él, a centrar nuestra vida en Él y a ser comunidad de discípulos misioneros (EG 24), fieles a la misión de anunciar el Evangelio de Jesús (RP 10).
• La reconciliación consigo mismo/a se realiza en la conversión del corazón y la unidad de vida.
• La reconciliación con la humanidad nos pide un servicio de justicia y de paz, y una mirada preferente y solidaria a quienes hoy son víctimas de la cultura del descarte (EG 53).
• La reconciliación con la creación nos emplaza a un cambio de mentalidad y a un compromiso decidido por el cuidado de la casa común, que plantee una ecología integral y promueva nuevas formas de producción y consumo. Es lo que pide Francisco en la encíclica Laudato Si’.
“Cristo -dice San Pablo- es nuestra paz. Él ha hecho de los dos pueblos uno sólo, destruyendo el muro de enemistad que los separaba. (...) Vino como evangelizador de la paz” (Ef 2,14-17). A lo que San Juan Pablo II añade: “La Iglesia, para anunciar y promover de modo más eficaz al mundo la reconciliación, debe convertirse cada vez más en una comunidad de discípulos de Cristo, unidos en el empeño de convertirse continuamente al Señor y de vivir como hombres nuevos en el Espíritu y práctica de la reconciliación” (RP 9).
V Domingo de Cuaresma
En el pasaje de la mujer adúltera, mientras los demás miran su pecado y la condenan, Jesús mira a la persona, considera su dignidad de hija de Dios y, con la misericordia, la dignifica y la devuelve a su condición de persona humana. “Anda y no peques más” es como decir: Toma tu vida, valórate y no pierdas tu dignidad.
Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, había dicho el profeta Ezequiel. “Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia”, dice san Pablo (Rm 5,20). “La gloria de Dios es que el hombre viva”, dirá después San Ireneo. Dios siempre a favor del ser humano, defensor de su dignidad, valedor de aquellos a quienes la sociedad no reconoce.
Este es hoy también el mensaje insistente de Francisco: “El futuro no habita en las nubes, sino que se construye al suscitar y acompañar procesos de mayor humanización” (Mensaje a la FAO 2018). “En el diálogo con el Estado y con la sociedad, la Iglesia no tiene soluciones para todas las cuestiones particulares. Pero junto con las diversas fuerzas sociales, acompaña las propuestas que mejor respondan a la dignidad de la persona humana y al bien común” (EG 241). “La dignidad de la persona humana y el bien común están por encima de la tranquilidad de algunos que no quieren renunciar a sus privilegios. Cuando estos valores se ven afectados, es necesaria una voz profética” (EG 218).
Dignificar es humanizar y humanizar es dignificar. Y ambas salvan a la persona. Esta fue la misión de Jesús. ¿No es también el servicio que la comunidad cristiana debe hacer a nuestro mundo, tan lleno de horrores y tentado de deshumanización? ¿Y no es este un camino de evangelización? La parábola del samaritano (Lc 10,30-36) lo confirma.
La Pascua es transformación personal, social y cósmica (Ef 1,20). Es obra del Espíritu. La comunidad cristiana es receptora y mediadora. El don se agradece dándolo (EG 10).