Pregón-Oración de la Semana Santa 2019

Pregón-Oración de la Semana Santa 2019

En la tarde de ayer, la Iglesia parroquial de San Lázaro, acogió el Pregón de Semana Santa de la ciudad de Palencia. El encargado por la Hermandad de Cofradías Penitenciales de pregonar nuestra Semana Santa fue D. Miguel de Santiago, sacerdote diocesano, periodista y académico de la Institución Tello Téllez de Meneses.

Compartimos a continuación el texto íntegro del Pregón.

 

Excelentísimo y Reverendísimo Señor Obispo,
Ilustrísimo Señor Alcalde,
otras autoridades tanto eclesiásticas como civiles,
Presidente de la Hermandad de Cofradías
y demás miembros cofrades, señoras y señores:

 

Venid a ver al hombre por la calle, venid a ver aquí al Hijo del hombre, protagonista más que nunca de nuestras procesiones de la «semana grande» del cristiano, que viene a visitarnos en nuestras propias calles, en esas mismas calles por las que transitamos a diario.

Me encuentro aquí y ahora, ante todos ustedes, respondiendo a una invitación de la Hermandad de Cofradías de la Semana Santa palentina, como saben declarada en 2012 de Interés Turístico Internacional. Y añado yo: fue declarada de interés religioso, ya desde el siglo xv, cuando la fe de tantos fieles los llevó a celebrar y hacer visibles en las calles las escenas de mayor plasticidad de la pasión, muerte y resurrección del Hijo de Dios. Y no se puede prescindir del matiz religioso de la Semana Santa. Yo no quiero, por tanto, dejar de lado este aspecto a la hora de pregonarla...

***

ORACIÓN DE UN POETA
En la Semana Santa de palencia

 

Ecce Homo: Jesús, el varón de dolores, coronado de espinas, azotado, herido por la lanza de un soldado, crucificado, sales a nuestras calles. Y te contemplaremos. Nos emocionarás...

A todos impresiona tu silencio y el que puebla esta sobria ciudad castellana. Un silencio que sólo es interrumpido por ese toque tan propio y tan genuino, que es el «tararú». Aparte de poner de manifiesto la capacidad pulmonar del cofrade que hace sonar la corneta, marca el ritmo de los desfiles procesionales, mientras deja flotando en el ambiente el trágico estremecimiento religioso que nos lleva a vivir con intensidad lo que significa tu muerte, esa crucifixión del Hijo de Dios a manos de los hombres.

Aquí en Palencia todo comienza con la lectura de la sentencia que te condena a morir en una cruz y con la procesión de la Virgen de la Piedad, tu amadísima Madre, que vienen a ser una especie de prólogo que sirve de ambientación al final de la semana de Dolores, en las primeras Vísperas del Domingo de Ramos. Cuando la imagen de la Virgen María es llevada a un barrio de la ciudad para abrir las procesiones de la Semana Santa palentina, se quiere subrayar el sentido que tiene entrar en los días grandes del año litúrgico con una actitud de conversión, de arrepentimiento, porque esa es la mejor disposición para apartarse del pecado. De este modo, reconciliados con Dios y con los hombres, podremos participar de la alegría de tu Resurrección. En el dolor de tu piadosa Madre, que sostiene en sus brazos al Hijo muerto, está simbolizado el dolor de toda la humanidad. Ella está desencajada por la pena de pérdida tan grande.

La mañana feliz del Domingo de Ramos te ensalza a ti como Rey. Y el pueblo te aclama entusiasmado. El Domingo de Ramos, con la procesión de la Borriquilla, se produce un estallido de alegría y triunfo con las aclamaciones del «¡Hosanna!» al Hijo de David. Y tú, Jesús, vas escoltado por las palmas y los ramos de olivo. Tu trono es una humilde y sumisa borriquilla. Pero, ¡ay!, este camino de gloria y alabanza pronto se torcerá; y esas mismas gentes que te aclamaron pocas horas después gritarán: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Y tú te quedarás solo, abandonado incluso por los más íntimos.

Al caer la tarde, se siente ya la cercanía de tu pasión, de tu sufrimiento, y también del sobrecogimiento de tus discípulos porque el Maestro será apresado, fruto de la traición de uno de ellos, y conducido a los tribunales.

Con las primeras sombras del anochecer nos adentramos contigo en la noche del Huerto de los Olivos. La procesión sale al extrarradio de la ciudad atravesando los barrios más populares, y asciende lentamente, ascéticamente, al cerro del Otero, a la cumbre del dolor, que es también la cumbre del triunfo y del gozo que se vislumbra en el horizonte. El Santo Rosario del Dolor, rezado ante Cristo y su Madre Dolorosa, es uno de los momentos más típicamente nuestros con el ascenso procesional hasta el Otero desde donde otro Cristo, el Cristo de Victorio Macho, contempla y bendice a la ciudad. Justamente en el límite del caserío de la capital palentina se encuentra este lugar tan simbólico, que nos habla de la dureza del sufrimiento y del cansancio, de la ascensión y de la subida a la Jerusalén celestial. Los cirios encendidos en medio de la negra noche de nuestras vidas son el destello de la fe, aparentemente débil y mortecina que nos alumbra en medio de las tinieblas de este mundo, que nos abre el paso en medio de las dificultades y las dudas, que nos facilita el descenso a los afanes de cada día poco después de haber gozado de la gloria del Tabor, de ese Cristo iluminado y luminoso...

Todos los días de la Semana Santa las calles de Palencia contemplan las escenas de tu pasión y muerte, Jesús mío. Y es que la cruz está en el centro de la piedad popular de la Semana Santa y protagoniza las escenas que componen el relato de esa pasión expresada en la plástica de nuestra imaginería.

El lunes contemplamos el paso de Cristo llagado: tus cinco llagas en los pies, en las manos, en el costado. Llevas las manos atadas cual si fueras el ladrón más peligroso. Y la piedad del pueblo palentino ha decidido acompañarte en todas las ignominias con que te humillan. Y te acompañan devotamente en los dolores físicos y morales. Y quieren acercarse hasta ti más y más para enjugar la sangre que impide ver tu rostro y llevarse como recuerdo la imagen de todo un Dios escarnecido y maltratado.

El martes nos adentramos en el Huerto de Getsemaní en la noche serena, iluminada por la luna llena de Nisán. Te contemplamos mientras sudas sangre en el Huerto de los Olivos, y eres tú, el Hijo de Dios que suplica al Padre que pase ese amargo cáliz. Elevas la mirada hacia lo alto mientras los discípulos que te han acompañado duermen, incapaces de velar una hora a tu lado y compartir la angustia que acosa a su Maestro. Va a entregarte uno de los tuyos, con el beso más traidor. Poco después unos esbirros te prenderán para llevarte hasta Poncio Pilato. Van a sucederse una tras otra las afrentas, los insultos, los salivazos, las burlas, los azotes, los golpes, el peso de la cruz, las caídas... y la crucifixión. Ese es el precio de nuestra redención. Pero de la oscuridad y la muerte surgirá la luz y la vida.

El miércoles recorremos las catorce estaciones de tu largo Vía Crucis y revivimos los momentos más dramáticos e intensos de tu pasión y meditamos sobre las últimas horas antes de la crucifixión y muerte, apoyados en la plasticidad de las esculturas y en el sentimiento que provoca la narración literaria. La oscuridad de la plaza, sólo interrumpida por la tenue luz de los cirios que portan los cofrades, ayuda a concentrarse y a vivir profundamente el espíritu religioso y meditativo de la Semana Santa palentina. Sólo con devoción sincera y auténtica se puede repetir después de cada una de las catorce estaciones del Vía Crucis la invocación: «Te adoramos, Señor, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo».

El jueves por la mañana vemos cómo María, tu Madre, se despide mientras caminas ya hacia el Calvario. Los pasos procesionales permiten reparar en tu mirada cuando vas cargado con la cruz por los pecados de la humanidad («No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos...» Lc 23, 28), cuando ya estás clavado en la cruz y mirando al cielo, intercambias la mirada con la del Padre («Perdónalos, porque no saben lo que hacen...» Lc 23, 34).

También el jueves, tras las celebraciones de la Eucaristía en los templos de la ciudad, por la tarde, comienza la procesión de la Oración del Huerto. Es el momento en que te retiras a orar, a solas, con un reducido grupo de discípulos. Es el tiempo para el recogimiento y la adoración. Es el comienzo de tu súplica y de tu invocación: «Velad y orad para no caer en la tentación, pues el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26, 41).

Junto a tus discípulos, Jesús, celebras la Cena de despedida. Allí haces público tu testamento. Testamento y deseo de que ellos se amen entre sí como tú los ha amado: ¡hasta la muerte! Testamento y realidad de permanecer con ellos hasta el fin del mundo, de hacerte comida y bebida que los sustente en la dura peregrinación hasta la casa del Padre celestial. El pan de la Eucaristía es comida para la vida del mundo; el vino de la comunión es saciedad para quienes ansían la felicidad suprema.

El viernes ocupa el lugar central el gran signo del cristiano: la cruz, en la que fuiste elevado. Por ella vino la salvación al mundo. En ella fuimos reconciliados con Dios, alcanzamos tu perdón y la gracia. Por eso, la liturgia vespertina proclama: «Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. ¡Venid a adorarlo!». Tu cruz nos enseña el camino. Esa cruz que une el suelo con el cielo. Esa cruz que se abre y se extiende de oriente a occidente, que prolonga su amor a todos los confines del orbe. Esa cruz que nos trae el perdón de nuestro Padre del cielo y lo derrama a todos los hombres del universo entero y de todos los tiempos. Las llagas de tu cuerpo nos hacen relativizar nuestras propias heridas. La terrible traición de tus amigos, de tus discípulos, fue quizá la herida mayor que te infligieron: el beso de traición, las treinta monedas, la cobarde negación de quienes decían, decimos, desconocerte... La cruz, por fin, se ha convertido en el trono mejor: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Es un trono vacío, desnudo, sin adornos; solamente con un INRI cargado de ironía, un título que justificaba la condena: «...el rey de los judíos» (Jn 19, 19). Esta es una cruz a la medida de Dios, a la medida de tu amor redentor del mundo. Quizá nosotros no seamos suficientemente compasivos, mas tú, Señor, sí lo has sido: «Él es compasivo y misericordioso» (Sal 103, 8).

Nuestra Castilla sabe mucho de Cristos azotados, llagados, ensangrentados, muertos, remuertos. Y es que los castellanos hemos hecho a nuestros Cristos a nuestra imagen y semejanza. Jesús, tú eres el Hijo de Dios, el Dios que se ha humanado, que se ha hecho hombre para asumir la condición débil, la de los azotados por las dificultades de la vida, la de los llagados por el dolor de cada jornada, la de los ensangrentados por tantas agresiones externas, la de los muertos vivientes en su lucha por la vida...

En la madrugada del Viernes Santo los cofrades expresan la penitencia con el silencio procesional y caminan con los pies descalzos mientras llevan sobre los hombros tu imagen más desgarradora, la de Jesús Nazareno, de Tomás de Sierra, del siglo xviii. Los cirios y velas que portan en sus manos añaden un dramatismo extraordinario al desfile procesional.

Al mediodía, casi a la hora de nona, una gran multitud acude a contemplar la procesión de los Pasos, llamada así por ser la que reúne el mayor número de obras artísticas con las que expresar el drama de tu pasión y muerte.

Diríase que el Viernes Santo palentino es una larga procesión, que da comienzo al despuntar el día y que concluye cuando la noche se ha tornado espesa y van a depositarte en el sepulcro... El silencio del Viernes Santo invade toda la ciudad. La Plaza de la Catedral contempla, al caer la tarde, el desenclavo junto a los muros góticos donde se proyectan las sombras que delatan los lentos movimientos de unos cofrades con hábito monacal. La teatralidad del descendimiento emociona y sobrecoge el espíritu. Quizá se representara ya en el siglo xvii, pero se ha recuperado al comienzo del siglo xxi. Muere el crucificado y doblan las campanas del primer templo de la diócesis. Desenclavan el cuerpo con cuidado. Lo bajan de la cruz. Le quitan la corona de espinas. Y colocan el cuerpo yerto sobre unas parihuelas; y sobre unos cojines, los atributos de tortura, como los clavos y la corona de espinas. El incienso perfuma el cadáver del Hijo de Dios. Lo ponen en los brazos de la Madre, de tu Madre, Madre también de todos nosotros, pues esa fue la encomienda que le hiciste poco antes de expirar. Y mientras se contempla la escena hay un gran silencio, sólo interrumpido por el sonido funeral de las campanas y por la escucha de unos textos meditativos y las ráfagas musicales del Requiem de Gabriel Fauré que acrecientan la plasticidad de lo que allí se vive.

Luego llega el momento de darte sepultura y comienza una larga procesión silenciosa que serpentea durante unas horas por varias calles del centro de la ciudad. Tu Madre, dolorida, va detrás. Es la madre de los pobres, de los hambrientos, de los desterrados, de los que lloran, de cuantos sufren en su cuerpo o en su espíritu... Multitudes presencian el lento desfilar de más de una veintena de pasos acompañados por todas las cofradías penitenciales de Palencia. Recorre buena parte del casco antiguo de la capital hasta finalizar en la Plaza Mayor.

Cómo conmueven los dolores de una Madre después de haber perdido a su Hijo: el que llevó en sus entrañas, al que contempló dirigiéndose a los doctores de la sinagoga, ante quien intercedió en las bodas de Caná para que sacara de apuros a los novios... Y ahora te sostiene, ya muerto por la violenta crucifixión, en sus brazos amorosos de Madre de piedad. «Vosotros, los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor como el dolor que me atormenta» (Lam 1, 12).

La del Sábado Santo es una jornada en la que se respira soledad. A ello contribuyen la ausencia de celebraciones litúrgicas en los templos, la reserva eucarística desde los oficios vespertinos del Viernes, ningún desfile procesional... Así transcurre la mañana hasta que con el atardecer salimos a las calles para compartir el dolor de María. La contemplamos en la procesión del Dolor y en la de la Soledad, con imágenes de advocaciones que nos recuerdan la amargura por la que pasó la Virgen Dolorosa, la de los Siete Dolores... Permanece en el aire y en el paisaje una enorme sensación de tristeza después de haber contemplado el drama de la pasión, tus grandes sufrimientos. Y ahora vemos sola a tu Madre. Las imágenes de los pasos procesionales nos la muestran con lágrimas en el rostro, provenientes de un llanto recién brotado de sus ojos, con las manos cruzadas sobre el pecho afligido por la pérdida del Hijo, con el corazón traspasado por siete cuchillos, al pie de la cruz ya vacía porque el Crucificado ha sido depositado en el sepulcro. Esas impresionantes imágenes de tu Madre atraviesan las calles palentinas y transmiten desolación y soledad.

Ahora el silencio del sepulcro prolonga aún más la espera. Sin embargo, sabemos que tú has sido sepultado. Mas resucitarás y nos devolverás la alegría. Y pasaremos de la noche oscura del sepulcro a la luz esplendorosa de la Resurrección. El velo del dolor se descorre el domingo y surge el canto del «Aleluya». Cristo ha resucitado. Voltean las campanas su gozo en la mañana alegre y luminosa. «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas» (Sal 47, 69). ¡Arriba los corazones!

Aquella luz de luna llena de Nisán dejará paso al sol de la mañana de tu resurrección. El dolorido silencio sepulcral del Sábado Santo exultará de alegría con la luz de la mañana del Domingo sin ocaso.

 

***

 

Oh, Señor mío, Jesucristo, esta es nuestra Semana Santa, la Semana Santa que Palencia se dispone a celebrar en el gran templo de sus calles abiertas. Esta ciudad austera se prepara para vivir tus últimos momentos. Las gentes se conmueven con la lectura de los textos evangélicos y la contemplación de los casi cuarenta pasos desgarradores que recorren la ciudad, dando pie a la meditación y a la plegaria. Este evangelio en madera nos coloca frente a la hora de Dios, pues su Hijo está sufriendo y se entrega a la muerte por amor a los hombres.

Nuestra Semana Santa es una manifestación religiosa austera, silenciosa, sobria como el carácter de sus gentes y profunda como la fe que profesan. Así es el alma de Castilla. Hombres y mujeres que viven su fe en un silencio meditativo y, de este modo, alimentan su esperanza, una esperanza que nunca defrauda, porque la ponen en un Dios que se encarnó en el seno de una Madre Virgen, que padeció y murió para salvarnos y que resucitó para prepararnos un lugar definitivo en la casa del Padre compasivo y misericordioso...

Aquí, en Palencia, la Semana Santa se vive con intensidad, con los sentimientos cristianos a flor de piel, pese al secularismo que ha ido aumentando en las últimas décadas. Aquí todavía permanece una tradición de siglos y nuestras gentes salen a las calles para reavivar la fe y revivir las emociones de ese kairós, ese tiempo de gracia que supone la actualización de los grandes misterios de la historia de la salvación representados plásticamente en los pasos procesionales. Tú, Jesús, y tu santa madre, María, sois los protagonistas de nuestras procesiones. Se nos conmueve el corazón cuando os vemos pasar junto a nuestras casas, ante nuestros ojos. Y vivimos entonces una fuerte sacudida en nuestro espíritu. ¿Es tan difícil transmitir a las generaciones jóvenes las vivencias de cuanto conlleva la Semana Santa; y siempre con el denominador común propio de nuestro temperamento y de las peculiaridades que nos caracterizan: la seriedad austera, los gestos graves, la compostura que el momento requiere, el respeto exigido...? ¿No son suficientes los casi siete mil cofrades palentinos (en torno al diez por ciento de la población pertenece a alguna de la decena de cofradías penitenciales) para mantener las prácticas de piedad popular y sus manifestaciones públicas con un alto valor de culto, catequesis y devoción, en tanto en cuanto preparan y prolongan la celebración de los misterios de la fe?

El espíritu de la Semana Santa debe permanecer; eso es lo sustancial de esta «semana grande»: su religiosidad. Lo demás –las bandas de cornetas y tambores, la indumentaria de cofrades, y un largo etcétera– es accesorio, si bien coopera a acentuar el auténtico sentido religioso. Los miembros de las cofradías penitenciales deben aunar espíritu y vida. La Semana Santa no es, ni ha de ser, una romería, ni un desfile de carrozas como los que tienen carácter preferente en tantas fiestas patronales o como los que protagonizan los días de Carnaval, ni siquiera como la visita que se hace a un museo de escultura con el solo interés artístico... La vestimenta, que favorece el anonimato de los cofrades que participan en los desfiles procesionales, ayuda a crear el adecuado clima de religiosidad.

Nuestros Cristos y Vírgenes, nuestras Vírgenes y Cristos castellanos, están hechos a imagen y semejanza del hombre, del hombre que vive y muere en estas tierras duras, austeras y familiarizadas con el dolor y el sufrimiento. Esas imágenes de tu pasión y de tu Madre en su angustia reflejan con total perfección el alma de nuestras gentes, ancladas por la desolación y la fatiga en estos mares de tierra, en esta Tierra de Campos. El hombre castellano vive inmerso en el paisaje adusto que le inunda la visión de cada día y donde ha de afrontar tantos embates y golpones como depara la existencia.

En esta Castilla, la de los horizontes dilatados y lejanos, el hombre se encuentra en soledad, como en la soledad original de la creación, nuevamente a solas con Dios, como si ya viviera inmerso en la soledad de la muerte, confundido en el paisaje de tierra y tierra, hecho él tierra también. Pero, al mismo tiempo, esa lejanía de los horizontes le lleva a mantenerse abierto a la esperanza y a elevar la mirada al cielo azul para así descansar de los duros afanes que comporta la peregrinación por este mundo.

Cuántos están, Jesús, en nuestros días condenados al silencio, que ven sofocados sus gritos y quejas de dolor, cuántos traicionados por la mentira y la calumnia, abofeteados por el odio, humillados por la opresión, víctimas de tantas injusticias que valen menos que los culpables, silencios cómplices, relegados, hambrientos, secuestrados, esclavizados, maltratados por verdugos corruptos e hipócritas, cuánto dinero manchado de sangre... Los pecados de la humanidad han manchado tu rostro. Son los nuevos cristos que pasan diariamente a nuestro lado. Pero esta es la belleza que tú asumes, Cristo, compañero nuestro en el camino, que entregas hasta la última gota de tu vida. Se necesitan cireneos que ayuden a llevar las cargas más pesadas de la vida, verónicas intrépidas que alivien sufrimientos y pesares.

Tú has transformado nuestros sufrimientos en fuente de esperanza. Tú has venido a rescatar y a salvar nuestra historia y nos amaste hasta el extremo. Hoy caminas herido, ensangrentado, puesto en ridículo y escarnecido, pero tú irradias mansedumbre y humildad.

Muchos artistas del Renacimiento y otros de nuestros días han buscado un realismo efectista para acercarnos a ti, la humanidad de Dios, y para hacernos ver tu sufrimiento y cómo haces tuyas tantas miserias de la humanidad. Por nuestras calles pasas tú, Dios-hombre herido y maltratado, tus sufrimientos nos sobrecogen cuando los tenemos al alcance de nuestros ojos y se nos abren los sentidos y el alma entera.

Victorio Macho, nuestro escultor cuya memoria perdura en ese Cristo que vigila y custodia desde el Otero palentino, nos dice en sus Memorias que aspiraba a que sus obras tuvieran alma. Y es que la creación artística nace de los adentros del alma, de los más recónditos sentimientos, y las esculturas son el lugar, un lugar teológico también, por el que se escapa el alma de un pueblo.

Los hombres y los pueblos forman parte del paisaje. Tú, Jesucristo, el Hombre-Dios, eres también el hijo de este pueblo, humillado, azotado, escarnecido...

Esta desnuda y trágica belleza de nuestras tierras palentinas es idéntica a la de nuestros Cristos y nuestras Dolorosas. Estos paisajes nos nutren la mirada y el espíritu desde los años infantiles y perduran hasta la muerte, convirtiéndose en referencia obligada para la memoria y las más intensas vivencias.

Don Miguel de Unamuno, de mente inquieta y corazón inquieto, que cantó al Cristo de las Claras, uno de nuestros Cristos más genuinos, vio en ti a un Dios que comparte el destino de los hombres de esta tierra, que se sumerge en la soledad de ellos y que se hace partícipe de su pobreza. De hecho la muerte del Hijo de Dios es la expresión suprema de tu solidaridad con cada uno de los hombres y con todos los hombres. No hay mayor solidaridad de Dios con la Humanidad que compartir su destino. Los hombres somos criaturas mortales; estamos, sin embargo, destinados a otra vida, eterna, porque Dios quiere que compartamos también con su Hijo ese mismo destino. La pasión de Dios en Cristo Jesús es la mayor y más sublime afirmación del hombre. El Cristo-tierra de Unamuno, como otras interpretaciones artísticas de cualquier siglo y de cualquier lugar, es expresión del rostro humano y redentor de Dios.

La Semana Santa nos pone en toda su crudeza a Cristo, Hijo de Dios, a ras de tierra, humanado, cercano al hombre, al ser que sufre y por el que Él sufre. Nos recuerda Unamuno en su obra Del sentimiento trágico de la vida que Dios es el amor que salva. Para este escritor y filósofo, el camino que va del hombre a Dios, también de Dios al hombre, es el camino del sufrimiento; porque Dios actúa en nosotros precisamente porque sufre con nosotros. Escribe: «Dios se nos revela porque sufre y porque sufrimos; porque sufre exige nuestro amor, y porque sufrimos nos da el suyo y cubre nuestra congoja con la congoja eterna e infinita». Estas ideas las lleva Miguel de Unamuno a su gran poemario El Cristo de Velázquez: el hombre, que sufre, no puede reconocer como su salvador a un Dios que no padeciera, im-paciente: «Te faltaba / para hacerte más dios pasar congojas / de tormento de muerte».

En plena noche, ya esperando la madrugada, la Vigilia Pascual, la «madre de todas las santas vigilias», como la llama San Agustín, constituye la celebración culminante de la historia de la salvación. En las primeras horas del día, con el sol iniciando su ascensión hacia la altura, se nos invita a contemplarte a ti resucitado: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19, 37). Voltean las campanas anunciando el gozo inmenso de tu resurrección, y las calles rebosan alegría, y las gentes acuden al encuentro de Jesús resucitado con su Madre, con sus discípulos, con el hombre salvado y redimido por su pasión, muerte y resurrección. La Madre y tú, resucitado, os encontráis después de tantos días de sufrimiento y de dolor. Y se romperá el velo de luto y soledad.

Es el momento de la Resurrección y la alegría. ¡Este es el día del Señor! ¡El domingo! De la luz de la Pascua brota la luz que alumbra toda la semana. La vida del cristiano debe girar en torno al misterio pascual, y ha de vivir cada domingo en comunidad. Porque de la celebración dominical de la Eucaristía se alimenta la fe de todo el pueblo de Dios; la vida divina llega a los fieles por la participación en el Cuerpo y la Sangre del Señor resucitado.

La participación de los cofrades y del público en general en las procesiones y la ostentación de las maravillosas piezas artísticas que son nuestras imágenes de Cristo y de su Madre la Virgen María no deben hacernos olvidar que lo importante es la participación intensa en la sagrada liturgia del Triduo pascual. Lo que otorga el sentido más auténtico y verdadero a los desfiles procesionales de la Semana Santa palentina no debe ser la promoción turística o el reconocimiento de diverso interés, sino la motivación religiosa, la condición sagrada de las imágenes que el pueblo venera, más allá de su significado estético. El arte ha estado, desde el mismo momento de su creación, al servicio de la fe y de la piedad popular. Es una constante en las enseñanzas de la Iglesia que la piedad popular es una realidad viva que hay que tener en cuenta porque es consecuencia de la acción del Espíritu de Dios.

En ti, oh Cristo, se halla la hombría de Dios, su humanidad. En Él se encuentran Dios y el hombre. Pero no se puede pedir al artista, sea poeta o escultor de los pasos procesionales, que elabore completos tratados teológicos. Las bellas artes hacen teología fragmentaria; tienen, pues, la belleza del fragmento y de la intuición. Las carencias, las insuficiencias y los excesos propios de la obra de arte son los límites de una teología implícita, pero en la que reverbera, como subraya el teólogo Olegario González de Cardedal, «la belleza de Dios y la gloria de Cristo, quien por ser imagen de Dios e imagen del hombre, se ha convertido en medida suprema de nuestra humanidad». En efecto, una escultura y un poema no son un tratado y no debe esperarse de ellos el rigor conceptual exigido a una exposición sistemática y explícita de la teología y de la cristología. El reto de la teología hoy debe ser la recogida ­–para que no se pierdan en el camino– de esos fragmentos que los artistas han ido forjando tras poner sus ojos en el Evangelio y su corazón en tu divina persona. La contemplación de la belleza, el sentido del asombro, la experiencia de las emociones intensas son también ámbitos donde tú, Cristo, te dices y te entregas, y el hombre lo descubre, expresa, conoce, ama, sigue...

Las manifestaciones artísticas de la Semana Santa de Palencia son discursos abiertos, provocadores, sorprendentes, que impactan y producen una gran sacudida y dan que pensar. Con los pasos la teología y la vivencia religiosa salen a la calle.

Y, como la poesía es otra manifestación artística nacida en los adentros del alma, permíteme, Señor, que aporte mi experiencia y emoción personal ante este vía crucis en que tantas veces se convierte nuestra existencia con los versos del poema titulado «Caminos del dolor», perteneciente a mi poemario Parábolas del sueño:

 

«...Aquí se llega
por los caminos del dolor
y el desaliento.
Nos condenaron a vivir
y vamos a la muerte
porque somos cual lámparas
vacías, sin aceite para el fuego.

Y nos pusieron en los hombros
una carga pesada
y fuimos sorteando calles,
y soportando burlas, golpes, heridas,
toda una historia
expuesta por las plazas.

Caímos. Era tanto el peso
que ofrecimos al suelo nuestra sangre
primera y lo besamos con amor.

Sentimos las miradas.
Aquellos ojos
que nos vieron crecer
y poblaron de paz
y alegría el perfil de nuestra infancia
están ahí, viviendo
el camino de luto en sus retinas.
Ya no lloréis.
Aún flamean las banderas en
los floridos paisajes de otros siglos.

Otros buscaron cireneos,
que aliviaran la cruz de cada día.

Pero aquí están los surcos
grabados para siempre en nuestro rostro
y dejando memoria para siempre
de los esfuerzos de un amor
o los rubores del fracaso.

Caímos. Los desprecios,
el roce de la envidia y del orgullo,
cómo pesaban en la espalda.
Y de nuevo las losas del camino.

Nosotros ignorábamos
cuál era la razón de tantas lágrimas
a nuestro alrededor:
si la hermosura rota
o el anuncio de un tiempo
repetido en los hijos de los hijos.

Y caímos de nuevo.
Definitivamente
éramos débiles,
nos faltaban las fuerzas.

Vinimos a este mundo
desnudos y nos vamos desnudados,
despojados y pobres
como los páramos antiguos.

Nos clavaron puñales
y expusieron las llagas, las heridas.
De la aflicción hicieron espectáculo.
Gritábamos la angustia,
el abandono,
la soledad, el hambre.

...Y todos moriremos al final
como árboles tronchados por el rayo,
consumidos de amor y desconsuelo.

Y, aunque pongan la losa más pesada,
aguardamos la aurora de un día interminable».

Quiero finalizar con la estremecedora y apasionada oración que hace un siglo te dirigió Giovanni Papini, a raíz de su conversión al catolicismo: «Tú sabes lo grande que es, precisamente en estos tiempos la necesidad de tu mirada y de tu palabra. Tú sabes bien que una mirada tuya puede conmover y cambiar nuestras almas, que tu voz puede sacarnos del estiércol de nuestra infinita miseria; tú sabes mejor que nosotros, mucho más profundamente que nosotros, que tu presencia es urgente e inaplazable en esta edad que no te conoce. / Viniste, la primera vez, para salvar; para salvar naciste; para salvar hablaste; para salvar quisiste ser crucificado; tu arte, tu obra, tu misión, tu vida es de salvación. Y nosotros tenemos hoy, en estos días tristes y calamitosos, en estos años que son una condenación, un incremento insoportable de horror y de dolor; tenemos necesidad, sin tardanza, de ser salvados. / (...) Pero nosotros, los últimos, te esperamos todos los días, a pesar de nuestra indignidad y de todo imposible. Y todo el amor que podamos obtener de nuestros corazones devastados será para ti, ¡oh Crucificado!, que fuiste atormentado por amor nuestro y ahora nos atormentas con todo el poderío de tu implacable amor».