+ Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia
Para muchos esta fiesta del 8 de diciembre es una fiesta que viene muy bien para hacer puente, para hacer compras, viajar, descansar, etc.
Para los españoles esta fiesta debe tener un especial significado; es la Fiesta de la Patrona de España. España se distinguió secularmente por defender el dogma de la Inmaculada Concepción, es decir, que María, desde el primer instante de su ser, de su concepción en el vientre de su madre, Santa Ana, está libre del pecado original. Hay muchos documentos como el llamado milagro de Empel, en Flandes, en 1585, en la guerra de los Ochenta Años y tradiciones que así lo aseveran, de tal manera que varios reyes pidieron que fuera declarada patrona de España; el último fue Carlos III que se lo pidió al papa Clemente XIII, quién lo concedió por medio de la Bula “Quantum Ornamentum”, en 1760, aunque se comenzó a celebrar en el 1761.
Los pintores, escultores, poetas, etc., la representan llena de luz, de un blanco de nieve y un azul de cielo, venciendo al mal, representado en la serpiente.
A los católicos esta fiesta nos debe llenar de alegría, porque, en el Adviento de la Liturgia y en el Adviento de la vida, miramos a María como realización de lo que esperamos, figura e imagen de lo que la Iglesia anhela ser, de lo que Dios quiere realizar para que se dé el cielo nuevo y la tierra nueva en la que habite la justicia. Ella es la nueva Eva que nos trae al Salvador y al Vencedor sobre el mal y la muerte.
De María podemos aprender tantas cosas...; desgranaré algunas lecciones.
La mujer, llena de gracia, llena del amor de Dios; nosotros también estamos inundados del amor de Dios, lo que pasa es que no nos lo creemos; tenemos que dejarnos inundar de Dios; Él quiere estar con nosotros siempre y busca bendecirnos, busca nuestra felicidad. En Él nos movemos, existimos y somos; somos estirpe suya (Hech 17, 28); Él es el misterio hondo que sostiene al ser humano, su historia y todo cuanto existe.
María es toda belleza; belleza interior, la que no pasa ni tiene arrugas; limpia y pura, sin mezcla de mal, de gangas e impurezas, como el oro puro, el aire puro, el agua limpia.
María es la mujer oyente de la Palabra. Necesitamos ser oyentes y escuchantes de la Palabra de Dios, que es luz en los senderos de la vida; pero también de los demás, por quienes también nos puede hablar el Señor, de los signos de los tiempos por los que nos habla el Espíritu del Señor; es discípula y condiscípula en la escuela del único Maestro.
Una mujer que dialoga con Dios, que se pregunta y pregunta. Una mujer fecunda, porque no se trata sólo de oír la palabra de Dios, sino de ponerla por obra, de llevarla a la vida; ella nos ha dado al que es la Vida.
Una mujer creyente, que se apoya en Dios, que es su roca, su cimiento, no en sí misma y por eso se fía, confía, aunque en ocasiones no entienda los caminos de Dios. Una mujer que se pone en las manos de Dios para que Dios lleve a cabo su obra, como el barro se pone en las manos del alfarero.
Una mujer fuerte; así la vemos junto a la cruz de Jesús, en la hora difícil de la muerte de su Hijo.
Una mujer que sabe llevar al que es nuestra alegría a la casa de Isabel y Zacarías, como la primera misionera. Una mujer que se abre a la alegría que viene de Dios, de la obra de Dios y su misericordia.
Una mujer solidaria, que viendo la situación de los novios de Caná de Galilea que, celebrando la fiesta se quedan sin vino, actúa intercediendo ante su Hijo; no se desentiende, sino que se pone en lugar de los novios y su familia y actúa rogando. Que es capaz de afrontar dificultades para visitar a su prima Isabel, ya mayor, y acompañarla sirviendo durante tres meses. Una mujer agradecida, que sabe cantar al Señor que hace maravillas en ella y en el mundo, en los humildes, en los pobres y hambrientos y sintoniza con Él. Una mujer humilde, que no se pavonea, ni presume ni se engríe.
Una mujer que ama a Dios, a su Hijo, a José, su esposo, a su familia, a todos, porque a todos acoge como a hijos en Juan, al pie de la cruz. Una mujer que no vive al margen de los demás, aislada y sola, sino que comparte fraternamente con todos los discípulos la vida, la oración y la llegada del Espíritu Santo.
¡Qué bien nos hace el mirar a Santa María! Es verdad que no somos inmaculados, que estamos con máculas, con manchas, con pecados, pero el Dios que la hizo Inmaculada nos ama, nos perdona y nos llama a la conversión, nos abre a la esperanza, a ser mejores, más humanos y así más divinos, porque nadie más humano que el Hijo de Dios que si hace hombre.
¡Qué bien nos hace evocarla e invocarla y con ella invocar a Dios! Así lo hicieron nuestros padres y mayores cuando rezaban el Ave María o la Salve. Que así lo hagamos sus hijos. Que la llevemos en el corazón como ella, nuestra madre, nos lleva en el suyo.