La Misericordia en el Antiguo Testamento

¡Qué ideas más equivocadas tienen algunos sobre el llamado Antiguo Testamento, sobre la imagen de Dios en el antiguo Israel como si fuera un ogro, un déspota, un enemigo del hombre! Comprendo que esas ideas no vienen de ahora, sino de hace muchos siglos; comprendo que hay páginas en algunos escritos difíciles de aceptar, que tiran para atrás, que hay que entenderlas en su contexto histórico y literario, en su contexto cultural que no es el nuestro. Pero, por encima de todo, sobresale la Misericordia de Dios como Nombre y Realidad Profunda de Dios.

Todas las Santas Escrituras, comenzando por lo que llamamos Antiguo Testamento, no hacen otra cosa que narrarnos una historia de amor. Es la historia, el relato de la historia del amor apasionado y tierno de Dios y la respuesta del hombre en el correr de los siglos, los años y los días con sus peripecias de generación en generación hasta el día de hoy. Porque esta historia no es algo del pasado, sigue siendo actual.

Es verdad que frente al amor de Dios, cercano, amigo, el hombre, los hombres hemos respondido con desamor, pero Él sigue con la mano tendida, lleno de paciencia, esperando nuestra vuelta para abrazar, besar y celebrar una fiesta. Como dice bellamente una plegaria de la Eucaristía «... y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos para que te encuentre el que te busca». Así y ese es nuestro Dios. Desde el libro del Génesis, con el relato de la Creación hasta el último salmo o relato histórico, todo nos habla de la ternura de Dios, un Dios que, sin necesidad alguna, sino por amor, crea a Adán y Eva, y pasea al caer la tarde con ellos por el Paraíso en íntimo coloquio, y recrea al hombre para que viva en comunión con Él. Los hombres rompemos su amistad, alejándonos de Él, dándole la espalda y asesinando o no queriendo saber nada del otro hombre, nuestro hermano, pero Él nunca se retira, promete un Salvador, abre la puerta a la esperanza. No se desentiende de la suerte de los humanos, sino que, viendo y escuchando los gritos sonoros o silenciosos del pueblo que vive y rumia sus desgracias, envía a Moisés y Aarón para liberar al pueblo de la opresión y la indignidad.

Y es aquí donde se revela su nombre. No lo descubre nadie, ni se le da nadie, sino que Él mismo lo manifiesta. Su nombre es YAHVÉ, que significa «Yo soy el que soy», Yo soy el que seré, el que me mostraré por mis obras. Le dirá a Moisés «Yo soy me envía a vosotros», que es el mismo que el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios que salva y libera al hombre.

A Moisés, el amigo de Dios, y en él a todo el pueblo manifestará más claramente cómo salva. Dios mismo se presenta como «Yahvé, Yahvé, Dios misericordioso y compasivo, lento a la ira y rico en misericordia y fidelidad» (Ex 34, 6). Cuando habla de misericordia usa una expresión (rehem), que indica que le sale de dentro, de sus entrañas, de lo más íntimo de sus vísceras. “Rehem”, alude a “rahamin”, que significa las entrañas maternas donde anida, crece, se cultiva y se cuida a vida del niño o de la niña con la sangre de la madre, con todo su cariño, trabajo y amor.

Todos los escritos del Antiguo Testamento están impregnados, directa o indirectamente, de esta fe, de esta esperanza y de este amor Los salmos cantarán o implorarán esta misericordia, «porque el Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades».

Pero también se pide que el hombre sea misericordioso como Dios. «Seréis santos, porque yo soy santo». Es decir, tratad a los demás como yo actúo, liberando al esclavo, cuidando de pobre, el huérfano y la viuda, los desamparados y descartados de la sociedad, de los extranjeros... por eso amarás a tu Dios que es misericordioso contigo con toda tu mente con todo tu ser, con toda tu alma, y a tu prójimo como a ti mismo. Eso es lo que quiere Dios: «misericordia quiero y no sacrificio» (Os 6, 6).