Algunos creen que eso de ser santos es muy difícil y que no para ellos. Les asunta la palabra santidad o ser santos. Yo creo que la santidad no tiene que asustarnos. Debe ser nuestra condición normal. Es verdad que nadie nace santo, como no se nace cristiano, sino que nos vamos haciendo, o mejor, Dios va haciendo en nosotros su obra, y Dios, que es Santo, siempre obra contagiando su santidad.
Es verdad que la Iglesia ha declarado a muchos santos o beatos. Pero hay muchos más que no han sido declarados como tales, pero que han dejado un rastro de humanidad, de bonhomía, del buen olor de Cristo que nos ha admirado y llevado no solo a admirar sino a imitar, alentándonos en el camino de la vida. Pueden haber sido nuestra madre, nuestro padre, una abuela, un abuelo, un vecino o vecina, un compañero de trabajo o de ocio, un amigo, etc. Su vida puede ser que no haya sido perfecta siempre, que tuvieran sus pequeños fallos y pecados, pero en medio de las dificultades siguieron siempre adelante, sin tirar la toalla, siguiendo al Señor. Ellos mantienen lazos con nosotros, interceden por nosotros nos estimulan en el camino de la vida y nos alientan con su ejemplo.
No pensemos sólo en el pasado. Hoy hay muchos santos entre nosotros, en nuestros pueblos y ciudades. Unos son creyentes en Jesucristo, católicos, ortodoxos, anglicanos, o protestantes, todos dispuestos a seguir y cumplir la voluntad de Dios en su propia vida; incluso personas de otras religiones y hombres y mujeres de buena voluntad que siguen su conciencia, porque «Dios no hace acepción de personas, acepta al que le teme y practica la justicia, sea de la nación que sea» (Hch 10, 34-36). «Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían a sus hijos con tanto amor, esos hombres y mujeres que trabajan por llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo» (Papa Francisco, Gaudete et Exsultate, 7). Y podríamos seguir: en el sacerdote que se desvive por su parroquia dejando la piel y la salud por sus gentes, en el político del partido que sea que busca hacer las cosas en conciencia , buscando el bien común; en la profesora que se preocupa por educar auténticamente, no buscando sólo un salario o un modo de vivir, sino de sacar lo mejor que cada persona llevamos dentro; en el personal sanitario que no trata a los enfermos como si fueran un número más, sino un hermano.
Tú y yo también podemos y debemos ser santos. Sed santos como yo soy santo (I Pedr 1, 16), nos dice el Señor. No hay que hacer cosas raras, ni estar todo el día en oración sin trabajar ni comer, sin divertirse, sin tener amigos, ni retirarse a ningún monasterio, a no ser que Dios nos llame a eso. Tampoco tienes que imitar a nadie; tú eres único y Dios tienen previsto para ti una misión, un camino que es distinto al de todos. Se trata de vivir en el amor y desde el amor de Cristo, dejándonos llevar y moldear por su Espíritu. «Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre o abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales» (GE, 14).
Y esto con pequeños gestos. Si vas al supermercado o a la tienda y te encuentras con una vecina y comienzan las críticas, no hables mal de nadie, como no quieres que hablen mal de ti; en casa, si tu hijo te pide hablar contigo cuando estás cansado y te duele la cabeza, escúchale con paciencia, afecto y atención. Si vas por la calle y te encuentras a un peregrino que te pregunta o aun pobre que te pide, no te hagas el distraído y mires para otro lado, párate aunque sea un pelma, escucha, dialoga con él, y si puedes comparte tus bienes si es lo que necesitan. No te olvides de hablar con Jesús, de leer el Evangelio de cada día, de participar con toda la comunidad en la oración del domingo, de invocar con alegría a la Virgen María. Así, de manera sencilla, colaboras con el Espíritu Santo para vivir como cristiano santamente.
+ Manuel Herrero Fernández, OSA
Obispo de Palencia.