A la luz de Jesús

«¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano? La respuesta es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el sermón de las Bienaventuranzas» (GE, 63). Esto es lo que dice el Papa. Jesús lo explicó, aunque no hablara de ser santo sino dichoso, bienaventurado, con las palabras del llamado Sermón del Monte, según San Mateo (Mt 5,1-12) o de la Llanura, según San Lucas (Lc. 6, 20-26).

Ser bienaventurado, dichoso en verdad y santo es lo mismo. Es más, Jesús las dijo y las vivió. Constituyen nuestro DNI, y como dice el papa, “nuestro carnet de identidad”. Las viviremos no confiando en nuestras fuerzas, estrategias y tácticas; la santidad no es conquista nuestra, sino obra del Espíritu de Dios en nosotros; consiste en dejarnos moldear por él para configurarnos con Jesucristo, dejar que las palabras de Cristo se encarnen en nuestra vida e historia como Él se encarnó en las entrañas de la Virgen María.

Las bienaventuranzas suponen un estilo nuevo de vida, el que debe caracterizar a la comunidad cristiana; a muchos les suena a poesía, pero entrañan un modelo de vivir a contracorriente, al contrario de lo que se vive mayoritariamente en la sociedad. No es vivir según el dicho: “¿Dónde va Vicente? Donde va la gente”.

La 1ª dice: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los Cielos». Esta palabra nos invita a examinar nuestro corazón y ver dónde ponemos nuestra seguridad: en las riquezas que hoy son y mañana no son, o en Dios. Si la ponemos en las riquezas nuestro corazón, tarde o temprano, se vuelve duro, de piedra, incapaz de compadecerse, de compartir con los hermanos. El rico puede ser que sólo viva para sí, para acumular bienes y cada día más; pero el que no tiene puede ser que busque las riquezas como su única salvación. Cuando metalizamos o materializamos nuestra vida o todo lo vemos bajo el prisma de tener más dinero, más bienes, más y más cosas, al final en nuestro corazón no tienen cabida ni la Palabra de Dios, ni la familia, ni los otros que son hermanos, ni los más necesitados, ni somos capaces de gozar de las grandes cosas de la vida. Pero no aprendemos. Necesitamos los bienes para vivir, pero no pueden apoderarse de nuestro corazón. Sólo el amor nos hace felices, estamos hechos para amar y ser amados. Cuando se vive para tener bienes, las mejores casas, los mejores coches y motos, las más grandes rentas, se llega a traicionar a la familia, vienen las envidias, se olvida a los amigos, se cree uno más que los demás y los mira por encima del hombro, los considera cosas y, si puede, los explota. Incluso se llega a matar. Pero se olvida que no somos eternos, que estamos aquí de paso, como peregrinos, y como dice muchas veces el papa Francisco. «Nunca se ha visto que detrás de un coche fúnebre le siga un coche de mudanzas».

Sólo Dios puede llenar el corazón del hombre; somos como un recipiente que sólo él lo puede colmar, porque estamos hechos a su imagen y semejanza. Pero qué poco espacio dejamos a Dios en nuestra vida, aunque Él nos lleva en su corazón,

Ser pobre de espíritu no es ser pusilánime, apocado, vivir en la miseria, no es tener un espíritu pobre; es vivir y buscar los bienes, pero no apegarse a ellos como si fueran nuestra tabla de salvación y en ellos estuviera la clave del auténtico desarrollo humano y de los pueblos. Un rico puede ser pobre de espíritu si con su dinero crea empresas, mantiene puestos de trabajo, respeta los derechos de los trabajadores, e incluso pierde en bien de los demás; un pobre puede ser pobre de espíritu si trabaja dignamente y lucha para llevar una vida digna, pero no busca avaramente los bienes Hay que trabajar y buscarlos, es verdad, para que nuestra familia viva dignamente, pueda alimentarse, tener un hogar, una educación, una sanidad, un descanso, y para que otras familias, cercanas y lejanas, tengan lo mismo, porque todos somos hijos del mismo Padre.

El auténtico progreso está en vivir y buscar los bienes del espíritu, la paz, la alegría, la justicia, el amor, la solidaridad, la cultura, que toda persona pueda vivir con dignidad, con trabajo, sin explotación, sin ser tratada como cosa descartable, con esperanza. Ser pobre de espíritu implica ser austeros, no dar culto al consumismo que nos llega al síndrome de comprar y comprar cosas, aunque sean innecesarias y después digamos: ¿Y para qué he comprado esto? Ser pobre de espíritu implica saber desprendernos para experimentar la alegría del compartir con el hermano, con el parado, el que tiene otras capacidades, el enfermo, el emigrante, el refugiado, etc. Compartir no es sólo dar, es darse, dar cuanto soy y tengo, mi talento, mis dones, mi tiempo, mi servicio... darme por amor y gratuitamente, sin pedir nada a cambio.

Esta es la vida que llevó Jesús, el que siendo rico se hizo pobre (II Cor 8); la vida de María, José, de los apóstoles, de San Martín, el de la capa, San Francisco, Santa Teresa de Calcuta, de los voluntarios de Cáritas, de las Hijas de la Caridad, de tantos misioneros y misioneras de otros tiempos y de hoy, de tantas personas, cristianas o no cristianas, que viven no para sí sino para los demás, para amar porque se sienten amados.

+ Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia