El cristiano debe ser una criatura nueva con la novedad del Resucitado, es decir, santo. La santidad no es otra cosa que dejar que Cristo siga amando en nosotros, a través de nuestras personas y obras; es la caridad plenamente vivida en el conjunto de nuestra vida. Esto no quiere decir que no tengamos alguna caída o error, pues dice la Biblia que hasta el justo cae siete veces, pero vuelve a levantarse (Prov. 24,16); se trata de reflejar algún aspecto del amor de Jesucristo, porque uno mismo se siente amado por Él.
Alguno me preguntará: ¿Cómo puede uno que cae reflejar el amor de Cristo si Jesús no tuvo pecado? Podemos y debemos, sin duda alguna. Cuando una persona quiere amar a Dios y se equivoca o peca tiene ocasión de ser sincero, vivir en la humildad, no creerse perfecto, acudir a los brazos misericordiosos de Dios, ser más comprensivo con los errores y pecados de los demás y confiar más en la fuerza del Espíritu Santo que en las nuestras. Incluso el pecado y el error, cuando los vivimos así, son escalones en la santidad. La santidad no nos hace menos humanos, sino todo lo contrario.
Nos hace falta un espíritu de santidad que impregne tanto la vida entera, tanto la soledad como el servicio, tanto la intimidad como la tarea misionera de cada uno, pues se trata de ser reflejo y expresión, aunque sea tímida y débil, pero real, del amor de Cristo bajo el impulso y la gracia del Espíritu Santo.
El Papa Francisco en la Exhortación Gaudete et Exsultate nos advierte de dos falsificaciones, entre otras muchas, que nos pueden alejar de Cristo y del camino del amor, Son el gnosticismo y el pelagianismo. Son dos herejías que surgieron hace mucho tiempo, en los albores de la Iglesia, pero que siguen teniendo actualidad y nos pueden tentar siempre, incluso sin darnos cuenta y nos pueden llevar a «dos formas de seguridad doctrinal y disciplinaria que dan lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan energías en controlar. En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás interesan verdaderamente» (GE, 35).
Nos dice el Papa que «el gnosticismo supone una fe encerrada en el subjetivismo, donde solo interesa una determina experiencia o una serie de razonamientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos» (GE, 36). Nos quiere decir que el amor no se mide por la cantidad de datos, de conocimientos que tengamos, por las experiencias y sentimientos que acumulemos, por nuestra inteligencia respecto a Dios. Esto nos puede llevar a creer que tenemos a Dios en el bolsillo, que lo sabemos todo de él, y no como la gente ignorante. No, el misterio de Dios siempre sobrepasa nuestra comprensión e inteligencia; Dios siempre es más, nos desborda, nos desconcierta. La santidad nos debe llevar necesariamente y humildemente a reconocer que Dios es Dios, que es más que nosotros y todo lo que podamos pensar, que nos sorprende en la persona y forma de amar de Jesús, y nos debe llevar a por la carne sufriente de Cristo en los demás, a ser misericordioso como él. Todo conocimiento de Dios que no nos lleve a seguir a Jesús y ser misericordioso como él nos iguala al demonio, no nos hace santos.
La otra falsificación es el pelagianismo. Pelagio afirmaba que no depende todo de Dios, sino de nosotros, de nuestra voluntad. Invitaba a confiar en sus fuerzas; es la postura del fariseo frente a Dios que le lleva creerse más y mejor que los demás por cumplir con determinadas normas. Ignora «que no todos pueden todo» y que en esta vida las fragilidades humanas no son sanadas completa y definitivamente por la gracia. En cualquier caso, como enseñaba san Agustín, Dios te invita hacer lo que puedas y a pedir lo que no puedas, o bien a decirle humildemente «Dame lo que me pides y manda lo que quieras» (GE, 49). El Espíritu Santo y su gracia nos va haciendo poco a poco, de manera progresiva, discípulos misioneros santos, en nuestra historia personal y colectiva. Nos dice la Iglesia que no somos justificados por nuestras obras o esfuerzos, sino por la gracia de Dios; nosotros lo que tenemos que hacer es ponernos en sus manos y dejarnos modelar por el Espíritu Santo, no poner obstáculos. Los santos evitan depositar la confianza en sus acciones. Santa Teresa de Lisieux decía: «En el atardecer de esta vida me presentaré ante Ti con las manaos vacías, Señor, porque no te pido que lleves cuenta de mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos». No podemos olvidar lo que nos dice san Pablo, que lo que cuenta es la fe que actúa por la caridad, la fe en Dios, que es nuestra esperanza, y nos alienta a amar, especialmente al humilde, al pequeño y al necesitado.
+ Manuel Herrero Fernández, OSA
Obispo de Palencia