Comenzamos el Triduo Pascual esta tarde celebrando, y haciendo memoria agradecida de la Última Cena que el Señor comió con sus apóstoles antes de padecer.
Y lo hacemos porque la Eucaristía, esta y todas, especialmente la del Domingo, es memorial de su pasión y muerte, proclamación de su resurrección y presencia entre nosotros mientras esperamos su venida gloriosa cuando nos invite e introduzca al banquete de las bodas eternas y oigamos la eterna bienaventuranza: «Dichosos los invitados a las bodas del Cordero»; y nosotros, con todos los redimidos, le alabemos diciendo: «Aleluya. Porque reina el Señor nuestro Dios, dueño de todo: alegrémonos y gocemos y démosle gracias. Llegó la boda del Cordero, su esposa se ha embellecido, y se le ha concedido vestirse de lino resplandeciente y puro, que son las buenas obras de los santos» (Ap 19, 6-9).
¿Qué es la Eucaristía, o la misa, o la Cena del Señor, o la Fracción del Pan? ¿Por qué tiene todos estos nombres? Es un gran misterio que nunca acabaremos de profundizar porque nos supera y nos sostiene. Es el gran regalo de Dios a cada uno, a su iglesia y al mundo que tenemos que acoger, vivir y hacer nuestro para regalarlo a los demás. Nuestra vida tiene que ser una vida eucarística, porque es lo que celebramos y lo que participamos comiendo el pan y bebiendo el cáliz.
1. Es un sacramento: es un signo. Es el pan y el vino que se transforma, por la acción de la palabra de Cristo y la invocación y acción de su Santo Espíritu, en el Cuerpo y la sangre de Jesucristo, para que nosotros seamos lo que comemos, es decir, Cristo mismo.
El pan y el vino están hechos de muchos granos de trigo y muchas uvas, que han sido molidos o pisados en el molino o en lagar hasta ser un solo pan y un solo vino. Así nosotros: atentos a la palabra de Cristo y la acción de su Espíritu somos un solo Cuerpo, una única Iglesia. Debemos cuidar la unidad, fruto de la caridad. No podemos andar divididos, enfrentados, desunidos, disgregados, sino unidos como el Padre y el Hijo lo están, como lo están los miembros del Cuerpo entre sí y con la cabeza. En una sociedad como la nuestra, dividida por ideologías y enfrentada por diversos intereses sindicales, gremiales, regionales, o continentales, culturales, económicos o políticos. En la Iglesia también: cuántos enfrentamientos, murmuraciones, calumnias, chismes, críticas por la espalda, soberbia, orgullo; debemos ser signos, sacramento de unidad, y ser constructores de unidad en la iglesia, en las comunidades parroquiales, en la familia, entre los vecinos, en la sociedad, en nuestros pueblos de la Palencia vaciada. Para lograrlo no nos encerremos en nuestros intereses, salgamos de nosotros mismos al encuentro de los demás, buscando su bien, estando abiertos a todos, practicando la corrección fraterna y el perdón si llega el caso, tendiendo la mano, el saludo, la sonrisa, y nuestra ayuda y servicio, pensando bien antes que mal del otro, incluso al que nos tiene por enemigo y no nos saluda, tratando al otro como queremos que nos traten como el mismo Padre y Cristo, el Señor, nos tratan , con misericordia. No seamos egoístas, encerrados en nuestra comodidad: si Cristo hubiese buscado su comodidad y no nuestro bien nunca se hubiese encarnado ni muerto por nosotros.
2. Es sacrificio. El sacrificio de la Nueva Alianza. Las alianzas en la cultura de Israel siempre se cerraban con el sacrificio de una res, cuya sangre era derramada sobre las partes contratantes, que quedaban unidas, atadas, por la sangre. Propiamente sacrificio es hacer algo sagrado.
Nuestra alianza es Jesucristo. Él, en su persona, une a Dios a y los hombres, porque es Dios y hombre a la vez: Hijo del Padre, Dios con Él y su Espíritu, y hombre como nosotros, nacido de María, la Virgen. Él une lo divino y lo humano, a Dios y a la criatura, al santo, al tres veces santo, y al pecador, al cielo y a la tierra. Pero ¿Cómo? No sin más con la sangre material, derramada en la cruz, sino con lo que motivó se derramamiento, que fue la obediencia fiel de Cristo al Padre, una obediencia que él manifestó reiteradas veces, desde que entró en el mundo y dijo: Aquí estoy para hacer tu voluntad, hasta en la hora final: «Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya» y expresó en su entrega total y misericordiosa a los hombres. Así ejerció su sacerdocio. Y así debemos ejercer todos nuestro sacerdocio, el común de todos los bautizados y el ministerial, el que ejercemos los ministros ordenados y estamos al frente de las comunidades cristianas para servir y pastorear. Ese es el verdadero sacrificio acepto a Dios, no el que nos pongamos garbanzos en los zapatos, o nos mortifiquemos con azotes en las costillas, sino que asumamos nuestra cruz cada día, cada día pidamos y hagamos su voluntad, lo que le agrada, y vivamos desde al amor que se traduce en servicio al hermano, especialmente al humilde, al sólo, al pobre y al abandonado, comenzando por los más cercanos. Oremos por todos, también por los sacerdotes de nuestra diócesis para que seamos fieles al ministerio recibido.
3. La Eucaristía es también banquete, comida de fiesta. Cuántas veces Dios en el Antiguo Testamento come con Abrahán y da de comer y beber al pueblo el maná o las codornices y el agua... Jesús comía con los pecadores publicanos, con Mateo y con sus discípulos y el pueblo en el descampado, con sus amigos Lázaro, Marta y María. Hoy Dios nos invita su mesa porque somos hijos y nos da lo más grande que tiene: a Jesucristo, el Hijo de sus entrañas, el Hijo amado, su Cuerpo y Sangre para que vivamos de él. Todos y cada uno de nosotros vivimos porque comemos y bebemos. Sin comer y beber no podemos vivir, moriríamos. Esa comida nos hermana a Cristo, y nos compromete a comulgar con él, a tener sus mismos sentimientos, actitudes, pensamientos, deseos y quereres, palabras y acciones, amores y servicios. Nos llama a amar como él, a servir como él, a lavar los pies a los demás, a ejercer el oficio de esclavos como él lo hizo en su vida y en su última Cena, hasta la muerte, hasta derramar la sangre por los demás y vivir, proexistir para los demás, cercanos o lejanos, amigos o menos amigos.
En la Eucaristía Cristo nos dice: Comed y bebed todos de mí cuerpo entregado, de mi carne y de mi sangre derramada. Que nada nos aparte de la cena. Si estamos manchados, si nuestro traje de fiesta está roto o ajado, Él nos perdona, limpia y repara, nos abraza y nos da su paz en el sacramento de la Penitencia; si estamos enfrentados con los otros, vayamos a hacer las paces para vivir como hermanos bien avenidos. No somos dignos, nadie es digno, pero él nos hace dignos, se abaja, nos levanta y dignifica. Eso es lo que quiere Dios nuestro Padre que tiene entrañas maternales. Él es el que ha preparado la fiesta, ha matado el Cordero y sale para que vivamos en la fraternidad.
4. Celebrar la Eucaristía es celebrar y gozar ya del Reino. El Reino que anhelamos, que pedimos en el Padre Nuestro y por el que debemos trabajar con nuestro compromiso para hacerle presente en nuestra sociedad es el reino de la justicia, de la paz, de la vida, del amor, de gracia y santidad; ese Reino tiene un nombre: Jesús, el Mesías, el Cristo. Él lo encarna y lo sintetiza todo. Es el Rey del Reino. Comulgar con él es gozar de su Reino, es estar ya en su reino en la espera de que reine para siempre cuando sea vencido todo poder y dominación que oprime al hombre y no le deja ser plenamente feliz, cuando sea vencido el demonio el mal y la muerte. Busquemos aquí ahora que venga su reino, que se haga presente en nuestras relaciones e iniciativas, en nuestras tareas pastorales, en nuestra convivencia en el matrimonio, la familia, la sociedad palentina y nacional.
Hermanos y hermanas: celebremos hoy y siempre así la eucaristía. Vivamos la eucaristía, seamos lo que comemos: Eucaristía.
Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia
Catedral de Palencia. 18 de abril de 2019