Dentro de poco, después de haber proclamado y aclamado la pasión de Nuestro Señor Jesucristo, se nos presentará la Cruz del Señor y se nos dirá: «MIRAD EL ÁRBOL DE LA CRUZ, DONDE ESTUVO CLAVADA LA SALVACIÓN DEL MUNDO», Y contestaremos cantando: «VENID A ADORARLO». Porque nosotros con san Pablo podemos decir: «lejos de nosotros el gloriarnos, a no ser en la cruz del Señor: en él está nuestra salvación, vida y resurrección, por él hemos sido salvados y liberados». (Gal. 6,14). Adorarlo es reconocer que es Dios, un Dios que sufre y nos abraza, nos besa porque nos ama.
La Palabra que se nos ha regalado nos habla de que fue arrestado, abofeteado, flagelado, cubierto de salivazos, coronado de espinas, colgado en la cruz, muerto, herido por la lanza, bajado de la cruz, puesto en un sepulcro. Todo el relato se puede resumir en la cruz. La cruz, es calificada por Cicerón como el suplicio más cruel y horrible que existe; lo más. El origen viene de los persas y fue utilizado por Alejandro Magno, los romanos, que lo usaban para esclavos, como Espartaco y sus 6.000 esclavos que se levantaron contra Roma, piratas, desertores y traidores, no para los ciudadanos. Previamente azotaban a los sentenciados, y desnudos, a la intemperie, eran clavados en la cruz e izados donde experimentaban dolores horribles, asfixia, calambres y después, finalmente, paro cardiaco. Si tardaban en morir, los soldados les rompían las tibias, para que no pudieran apoyarse en su asfixia para respirar. Hoy, tristemente, todavía se usa en Arabia Saudí y miembros del Daesh contra cristianos.
La cruz tiene dos lados. Está la cara del envés. Desnuda, sin nada, donde está el tronco abrupto, de duro corazón y fibra inerte. Ahí podemos ver todo el sufrimiento humano: el de los niños no nacidos, los niños asesinados como los inocentes de Belén, los niños soldados, los niños de la calle utilizados como fuente de órganos para los pudientes; allí el dolor de las mujeres utilizadas como fuente de placer sexual, las mujeres maltratadas, vendidas, secuestradas y obligadas a dejar su religión; las personas que sufren violencia doméstica, o abusados sexualmente o por el poder y en su conciencia; los jóvenes que no tienen trabajo y estudian sin aliciente, o están en la droga, o el alcohol, o en una vivencia del sexo sin referencia al amor, sólo al placer; está la traición, las guerras, las condiciones de muchos hermanos nuestros sin una sanidad digna, sin vivienda digna, sin alimentación digna, sin un empleo decente, sin libertad, sin reconocimiento de sus derechos humanos. En ella vemos el dolor de los enfermos; el odio hacia el distinto, hacia el emigrante, o distinto; la violencia terrorista o del nacionalismo extremo; vemos el dolor de nuestra Castilla, nuestra Palencia, vacía y vaciada, envejecida y sin niños y jóvenes. Ahí está la soledad de nuestros pueblos y nuestros pueblos, la insolidaridad entre unos y otros, el desencuentro de los ciudadanos que se manifiesta ahora en la campaña electoral, donde unos insultan, agreden, escupen, que defienden sus ideas y verdades para tirarlas como pedradas contra los otros, sin buscar el diálogo, la confrontación civilizada desde el amor y el respeto y la búsqueda del bien común.
Pero miramos la otra cara. Y ¿qué descubrimos? Un hombre, que sufre. Dios mismo que muere, que sufre, que carga con nuestros dolores. No ha venido a suprimir el sufrimiento, eso depende de nosotros los hombres, de nuestra libertad y responsabilidad. No vino a explicar el misterio del dolor y del mal, sino a compartir y llenarlos de su presencia por amor, por solidaridad. Ha venido a darnos su persona, su palabra, su Padre, para que nos sintamos amados, perdonados, acogidos, acompañados, sostenidos; para regalarnos si vida, su cuerpo y sangre, si misericordia, su Reino, su Santo Espíritu para que resucitemos, nos levantemos, recuperemos la esperanza, nos abramos a la vida y la fraternidad, y nos comprometamos como Él lo hizo, hasta la muerte y muerte de cruz, como los han hecho los santos, y tantos hombres y mujeres de bien. Murió, y con el murió la muerte (San Agustín). Su sangre es salud para el que lo quiere (San Agustín). Cada vez que veamos la cruz del Señor, aunque algunos la quieran quitar, o hagamos la señal de la cruz, vivamos todo esto y entremos en comunión con él que en la cruz nos entregó su carne rota y su sangre derramada y ahora en esta celebramos se nos entrega en la Eucaristía.
¡Qué podía hacer por nosotros? Nos creó, nos redimió, nos santificó, nos lleva en su carne y sangre, en su corazón, en su reino. ¿Qué más podía hacer?
Termino con un soneto de un amigo granadino, sacerdote y religioso claretiano, ya fallecido, Francisco Conteras Molina:
“Estoy aquí, clavado en un madero,
Firmemente por ti crucificado,
donde me hundió la historia de un pecado
Y me encumbró lo mucho que te quiero.
Fiera de amor y de dolor tan fiero,
Reo soy, reducido y amarrado;
Más libre el corazón, enamorado
En esta cruz, en que de amor me muero.
Todo un Dios por ti yace inerte, yerto.
He tronchado los ramos de alelí,
sin sangre están las rosas de mi huerto.
Me he dejado morir, he dicho “Si”.
Soy un amor crucificado, muerto.
¿Qué más podría hacer tu Dios por ti?”
Preguntémonos hoy: ¿Qué podemos hacer nosotros, cada uno de los presentes, que hemos oído su pasión, que haremos una oración para que los frutos de la pasión lleguen a todos los vivos y los difuntos, que besaremos con devoción su cruz y comulgaremos con él en la Eucaristía? Cada uno de nosotros tenemos la respuesta. No olvidemos: Amor con amor se paga. Que nos entreguemos a él, le conozcamos, le amemos, le sigamos y le anunciemos.
Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA
Catedral de Palencia. 19 de abril de 2019