Hoy cerramos el ciclo de la Navidad, tiempo litúrgico en el que hemos celebrado los misterios profundos del Nacimiento de nuestro Salvador. Nuestra última celebración navideña nos recuerda también el inicio de la vida pública de Jesús con la fiesta de su Bautismo.
Hijo amado, mi predilecto
En el Jordán Jesús se presenta ante Juan el Bautista para recibir el bautismo, signo de consagración a Dios al empezar una nueva vida. En primer lugar, resaltamos la voz de Dios que baja del cielo y proclama que Cristo es su Hijo amado, en quien se complacía. Surge aquí la auténtica esencia del bautismo la condición de ser hijos de Dios. Es posible que los judíos de aquel tiempo se hubieran quedado solo con la limpieza de pecado. El agua significaba la limpieza, pero a quien no tenía pecado no podía ser esa la razón del bautismo. El bautismo de Jesús lo confirma como Hijo de Dios. El bautismo de Juan promovía la conversión de los pecados, así el bautizado sumergido moría al pecado, y al salir del agua surgía un hombre nuevo. El baño simbolizaba la limpieza y el perdón de los pecados. Jesús no tenía pecado alguno ni requería convertirse. Juan no entiende por qué debe bautizar a Jesús. Sin embargo, al escuchar las palabras del cielo comprendió la auténtica razón del bautismo, el renacer como hombres nuevos a la condición de hijos de Dios.
Bautizados
Cada pila bautismal de nuestras parroquias donde fuimos bautizados, forma parte del rio Jordán donde un día nosotros fuimos bautizados. En nuestro bautismo también oímos la voz de Dios que nos dijo que éramos sus hijos amados y preferidos. No lo olvidemos nunca. Dios se complace y se alegra porque seamos y vivamos nuestra condición de ser sus hijos. Con frecuencia pasa desapercibida esta condición de bautizados en nosotros. Lo damos por supuesto, pero lo guardamos en el cajón de los recuerdos. No deja de ser un recuerdo del pasado con poca proyección en el presente. De la importancia y el significado de nuestro bautismo apenas hablamos. El regalo más grande que nuestros padres nos hicieron al nacer fue el de bautizarnos y así adquirir la condición de hijos de Dios. Sin embargo, lo valoramos poco. Lo hemos despojado de todo compromiso y apenas intuimos que fue una decisión que nos lleva a vivir la fe con alegría. Mi bautismo debe explicar mi comportamiento, mi pensamiento y mis sentimientos porque me ha configurado con Dios al hacerme hijo suyo. Al recibir el bautismo Dios me considera su hijo. Debo vivir por tanto como buen hijo del Mejor Padre.
Sacerdotes, profetas y reyes
En nuestro bautismo el sacerdote nos ungió con el Crisma de la Salvación. Ese gesto conllevaba que nos incorporábamos al pueblo de Dios y nos confería la dignidad de ser sacerdotes, profetas y reyes. Esto al traducirlo a un lenguaje sencillo quiere decir que nos asemejábamos a Cristo. Y en este mismo lenguaje sencillo nos invitaba a vivir como Él, a ser nuevos “Cristos” en nuestro mundo. Adquirimos, por tanto, el compromiso de asemejar nuestra existencia a la de Cristo, a vivir como El e imitar su comportamiento. Nuestra nueva condición de cristianos debemos manifestarla con nuestro obrar diario. Imitando a Cristo debemos amar y servir, perdonar y acoger, partir el pan y llevar la cruz, sanar heridas y hablar de Dios. Este es nuestro plan de vida como bautizados. Como sacerdotes, servir a los hermanos. Como profetas, hablar de Dios a nuestro mundo. Como reyes, ofrecer lo que somos por los demás.
Comentario al Evangelio del 8 de enero de 2023, por José María de Valles, delegado diocesano de Liturgia. Emitido en “Iglesia Noticia” de la Diócesis de Palencia