+ Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia
Ayer, sábado, en la Capilla del Obispado de Palencia, nuestra “pequeña capilla Sixtina palentina”, llamada así por las pinturas de Mariano Lantada, ha comenzado en la Diócesis el proceso de Beatificación y Canonización del Hermano Guaneliano, Juan Vaccari, (1913-1971) que murió en Palencia, tras un accidente de carretera entre Herrera de Pisuerga y Aguilar de Campoo, donde residía en el Colegio Seminario de los Siervos de la Caridad, conocidos normalmente como Guanelianos.
San Luis Guanella (1842-1915), su fundador, guiado por el Señor, sintió la llamada para vivir la Caridad de Jesús hacia los más pobres y abandonados, y no lo hizo sólo él, sino que buscó colaborados y compañeros, Siervos de la caridad, para extender más la caridad. Su propósito ha sido y es defender la dignidad del ser humano, establecer casas para la atención de ancianos, incurables, impedidos física y mentalmente, y a todos los considerados socialmente discapacitados que son abandonados por su familia.
Iniciar un proceso de beatificación y canonización es realizar un proceso, recabando testimonio de los que convivieron con él y le conocieron y escritos si los hay, en los que se demuestre bien su martirio, por odio a la fe, o por amor hasta la muerte o sus virtudes heroicas en el servicio de los demás, especialmente de los más pobres y desvalidos, es decir que ha dejado entre nosotros el buen olor de Cristo y su caridad. Este proceso se inicia en la Diócesis en la que murió, en este caso Palencia, y después pasará, cuando esté terminado, a Roma; allí lo estudiarán, lo comprobarán y, si llega el caso, el Papa lo declarará venerables, después beato, que es igual que bienaventurado, proponiéndole, finalmente, como santo, intercesor y referencia para nuestra vida cristiana.
A veces nos asusta la palabra santo, pero no tiene por qué. Ser santo no es ser un bicho raro, ni hacer cosas raras; es vivir como bautizados, como hijos e hijas de Dios y hermanos de todos los hombres, siguiendo el ejemplo y huellas de Jesucristo.
En el origen, la palabra santo, tiene connotaciones del poder divino, lo que tiene que ver con el poder divino, por descontado Dios, que en la Biblia (Isa. 6,3) y en la Liturgia le proclamamos tres veces santo, y a Jesucristo, “tú sólo Santo, tú sólo Señor, tú sólo Altísimo” (Gloria de la misa); pero tiene también dimensiones éticas y morales, referencias a la conducta, una conducta digna de Dios, una conducta en la que se expresa el seguimiento de Jesucristo.
El Credo de la Iglesia confiesa que ella es Santa y no puede dejar de ser santa. Todos en la Iglesia estamos llamados a la santidad desde nuestro bautismo, donde se sembró, por decirlo así, el amor de Dios, el amor de su Hijo Jesucristo y el amor del Espíritu Santo. Esta santidad debe manifestarse en los frutos que la gracias del Espíritu Santo produce en los fieles. Estos frutos son los que vemos en Jesucristo, su manera de ser, de conducirse y relacionarse con el Padre, y con los hombres y mujeres; él es el autor y el consumador de la santidad. En síntesis, consiste en amar, guiado por el Espíritu Santo, al Padre con todo el corazón, con toda el alma, con todo el espíritu y con todas las fuerzas y al prójimo con ese mismo amor en la realidad del hoy.
San Pablo nos recuerda que debemos vivir como santos, como elegidos de Dios, con ternura entrañable, bondad, humildad, modestia y paciencia (Col 3, 12) y producir los frutos del Espíritu que no son la fornicación, la impureza, el libertinaje, la idolatría, la hechicería, las enemistades, la discordia, la envidia, la cólera, las ambiciones, las divisiones, las disensiones, las rivalidades, las borracheras, las orgías, y cosas por el estilo, sino el amor, la alegría, la paz, la paciencia, la afabilidad, la bondad, la lealtad, la modestia, el dominio de sí (Gal 5, 22; Rom 6, 22) Pero, como todos tropezamos muchas veces, tenemos siempre el perdón y la misericordia de Dios , y debemos orar cada día «perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6, 12).
La santidad se debe expresar en todos los géneros de vida y ocupaciones; en el matrimonio, en la vida familia, en el trabajo y en descanso, en la vida política, social y cultural, en la vida consagrada, en el servicio pastoral, en las tareas el campo, en la salud y la enfermedad... por resumir: en todas las situaciones y circunstancias. Muchas veces es la santidad que el Papa Francisco llama “de la puerta de al lado”, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios (GE, 7)
Invito a leer y, sobre todo practicar, lo que el Papa Francisco no ha regalado en su Exhortación Apostólica Gaudete et Exultate (Alegraos y regocijaos) (2018); dice él: «No es de esperar aquí un tratado sobre la santidad, con tantas definiciones y distinciones que podrían enriquecer este importante tema, o con análisis que podrían hacerse acerca de los medios de santificación. Mi humilde objetivo es hacer resonar una vez más la llamada a la santidad, procurando encarnarla en el contexto actual, con sus riegos, desafíos y oportunidades. Porque a cada uno de nosotros el Señor nos eligió “para que fuésemos santos e irreprochables por el amor” (Ef 1, 4)».