¿Ser santos hoy?

¿Ser santos hoy?

+ Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia

El día 1 de noviembre celebraremos la fiesta de Todos los Santos. Quizás alguno piense que estamos refiriéndonos al pasado; y que, en estos tiempos convulsos de guerra entre Hamás e Israel, entre Rusia y Ucrania, por citar sólo algunas de las actuales, ignoradas por los medios o reconocidas, con miles de muertos inocentes, de refugiados, hablar hoy de santos pueda parecer un sarcasmo. Pero No. Hoy hay santos y debemos ser santos.

Hay santos y muchos de los que nos han precedido lo son; han sido canonizados por la Iglesia y reconocidos por la sociedad. Muchos de nosotros llevamos de nombre el nombre de un santo o una santa como referencia a nuestra vida y como intercesor o intercesora. Quizás es momento de interesarnos por saber quién fue y por qué se destacó en la vida para seguir su ejemplo.

Los santos y santas no han sido, ni son, bichos raros; han sido hombres y mujeres como tú o como yo. A todos nos llama Dios a la santidad: «Dios quiere que de vosotros que seáis santos», nos dice san Pablo (I Tes, 4, 3; cf. Ef 1,4). Además de nuestra llamada a la vida nos llama a la santidad. Ser santos se puede definir de muchas maneras; yo las resumiría en ser hijos de Dios y hermanos de todos los demás hombres y muchos. Y como referencia fundamental tener a Dios y ser como Él. Pero es inalcanzable para nosotros, por nuestras fuerzas, por eso Él se ha acercado a nosotros, en Jesucristo. Ser santos es vivir la plenitud de la vida cristiana; es verdad que muchas veces somos inconsecuentes, que no nos comportamos como hijos del Padre misericordioso (Mt 5, 48), y nos olvidamos de seguir el ejemplo de Jesucristo; que necesitamos su misericordia y perdón, porque tropezamos muchas veces (cf. Sant 3, 2) y por eso pedimos todos los días, «perdónanos nuestras deudas» (Mt 6, 12). Pero debemos seguir intentándolo confiando en su gracia y en la fuerza del Espíritu Santo. Por eso cada día debemos esforzarnos en amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todo nuestro ser, con todas nuestras fuerzas (Mt 12, 30) y en amarnos unos a otros como Él nos ha amado (Jn 12, 30; 15, 12). Han intentado vivir los Bienaventuranzas (Mt 5; Lc 6, 12-ss), ser buenos samaritanos, (Lc 10, 25-37), y tener un corazón misericordioso (Lc 6, 36-38). En eso consiste la santidad, en seguir a Jesús, hasta poder decir como san Pablo: «vivo yo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora es en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mi» (Gal 2, 20).

En la fiesta del 1 de noviembre recordamos a todos; a los proclamados oficialmente santos por la Iglesia como santos o beatos, a los que están en proceso y a los que, sin proceso, están ya con Dios porque han seguido a Jesucristo en sus vidas y han dejado el buen olor de Cristo entre nosotros por ser personas buenas, humanas, sencillas. Muchos han sido nuestros vecinos, o parientes; son de los que el papa Francisco dice: «Me gusta ver la santidad en el pueblo santo de Dios paciente: en los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo... Esa es muchas veces la santidad “de la puerta de al lado” en aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, por usar otra expresión, “la clase media de la santidad”» (G et E, 7).

Considero que entre los santos debemos incluir a aquellos, sean creyentes en Cristo o no, pero que siguen su conciencia recta, como aquel del que dijo el Señor «no estás lejos del Reino de Dios» (Mc 12, 34). Que cada día se esfuerzan con trabajos y compromisos, en una sociedad con un estilo de vida más humano, y a la vez más divino con su trabajo honrado y competente al servicio de los demás, trabajando por el bien común y renunciando a los intereses personales, viviendo con alegría el servicio a los hijos, a los pequeños, a los enfermos, a los que están solos, etc.

Me acuerdo ahora de una persona a la que yo no conocí, Gumersindo Laverde Ruiz (1835-1890), escritor, periodista y filósofo, pero del cual dijo Marcelino Menéndez Pelayo en su contestación al discurso de ingreso de A. Bonilla y San Martín en la Real Academia de la Historia y según consta en una inscripción la Parroquia de mi pueblo, Serdio, en Cantabria, donde fue bautizado: «Varón de dulce memoria, y modesta fama, recto en pensar y elegante en el decir, alma sueva y cándida, llena de virtud y patriotismo y purificada en el yunque del dolor hasta llegar a la perfección ascética». Que la legión de santos, con Santa María, la madre de Jesús y madre nuestra, San Antolín, el Hermano Rafael, San Manuel González y todos los beatos de nuestra Diócesis intercedan por nosotros.