Queridos lectores, paz y bien:
Completando ya la octava de la Pascua, nos corresponde asimilar, posar y llevar a la vida este acontecimiento que, de ser experiencia de algunos, Dios quiere inspirarnos a que lo sea de muchos, para que un día, el Día del Señor, llegue a serlo de todos. La fecundidad y el crecimiento no es una cuestión de campañas de proselitismo, de proyectos humanos, sino de irradiación y encarnación. Es una cuestión de salida a la misión.
El Espíritu Santo nos anima a vivir la Pesáh, la Pascua, que, traducido literalmente del hebreo, significa dar un salto. Porque ya lo ha dado Pedro: Dejó Jerusalén para visitar a las pequeñas localidades de Lida y Jafa, donde curó a un tal Eneas, paralítico, y volvió a la vida a una discípula llamada Tabita. Pero aún Dios le lleva más allá. Le indica que ha de ir a la Cesarea marítima, al puerto militar donde están acantonadas las legiones romanas que vigilan Palestina.
Y que ha de ir a casa del centurión de la cohorte itálica llamado Cornelio. Dijo el Espíritu a Pedro: «mira, tres hombres te están buscando; levántate, baja y ponte en camino con ellos sin dudar, pues yo los he enviado». La misión de la Iglesia no es nuestra, es la de Dios. Dios tiene una misión, que es su Iglesia. Nos envía a los cristianos hacia el mundo, y nos envía a paganos hacia nosotros, para que los acojamos y les anunciemos el Evangelio. Y Pedro, dócil, obediente a la inspiración del Espíritu Santo, va a casa de ese pagano, entra dentro, saltando por encima de las prescripciones de la ley judía, y toma la palabra. O mejor, la Palabra le toma a él como siervo suyo. Y dice lo inaudito.
«Hermanos: vosotros conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él». Diez días hace que escuchábamos a Pedro negar cualquier relación con Jesús, y hoy le vemos anunciarle. La Resurrección de Cristo ha convertido a un apóstata mudo y derrotado en apóstol convencido, en hombre que tiene un kerygma, un anuncio que dar a todo el mundo, porque está en una deuda de gratitud y de alegría con su Amigo y Señor.
«Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos». Este testimonio lo hacen los apóstoles y todos los discípulos desde su experiencia pascual más genuina, que es la comunidad: «los apóstoles hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo. Los fieles se reunían de común acuerdo en el pórtico de Salomón; los demás no se atrevían a juntárseles, aunque la gente se hacía lenguas de ellos; más aún, crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor». Este cuadro potente no oculta que desde el inicio hubo bajas en la reunión dominical. El primer domingo Tomás estaba ausente, como tantas veces hacemos nosotros.
Hay tantas razones para el escepticismo con respecto a la Iglesia, cargada de miserias y formada por pecadores... Pero es a su seno a donde Jesús va cada domingo. La comunidad cristiana nace, vive y consuma su vida en la Eucaristía, y sólo desde ella puede salir al mundo a anunciar que Jesús vive, que nos ha salvado y que nos invita a la Vida aquí y ahora, sea lo que sea lo que hayamos hecho o nos haya pasado. «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Dios tiene una misión, nosotros somos misión, como nos decía el Papa Francisco. Juan transmitirá las palabras del Resucitado en el libro del Apocalipsis, a finales del siglo I, cuando todos los demás apóstoles han sufrido martirio en Jerusalén, Roma y en Asia. En este domingo segundo de la Pascua, Domingo de la Divina Misericordia, los discípulos somos invitados a llenarnos del gozo que supone la presencia del Señor, que no vuelve con reproche, con juicio condenatorio o con exigencias.
Simplemente quiere estar entre nosotros, habitarnos, y llegar a través de nosotros a muchos a los que, como a Eneas, Tabita o Cornelio, Él nos enviará. Estemos atentos, que la esperanza nos mantenga alegres, que el amor nos haga misioneros.
+ Mons. Mikel Garciandía Goñi. Obispo de Palencia