¡Qué bien lo ha entendido el pueblo de Dios, llano y sencillo, para cantar a Santa María en la Salve y proclamarla Reina y Madre de Misericordia, y pedirle «vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos»! ¡Qué bien lo ha entendido y entiende nuestro pueblo palentino cuando acude a la Virgen en sus advocaciones del Brezo, del Llano, del Castillo, de la Piedad, del Valle, de Alconada, de la Calle, de Carejas, de Belén, de Otero, de Valdesalce, de Tovar, del Carmen, de Viarce, del Monte, de Boedo, del Milagro, de la Soledad, del Rebollar, de Ronte, etc., buscando consuelo, ayuda para sus necesidades corporales y espirituales! Se la invoca como Madre de Dios y Madre nuestra. Y ¡qué madre se olvida de los hijos de sus entrañas, no es misericordiosa con sus hijos, particularmente con los más necesitados!
Durante casi todo este curso he querido elevar un canto al Dios y su Misericordia, a Jesucristo, el ungido por el Espíritu y el rostro de la misericordia del Padre, un canto mejor o peor afinado, un canto que implique a todo hombre y todo el hombre, mente, corazón y manos. Hoy presento el ejemplo más cumplido, la imagen más bella y más acabada de la misericordia divina y de la misericordia humana y cristiana: la Virgen Santa María. Hay muchos ejemplos y modelos, antiguos y modernos, de las obras de misericordia, fruto de un corazón que ha acogido la misericordia de Dios y de los hombres y lo han compartido sus hermanos, así Santa Teresa de Calcuta, el P. Damián, tantos y tantos santos y beatos, canonizados y no canonizados, que han hecho de la misericordia su misión en la vida, viviendo las bienaventuranzas y humanizando nuestro mundo, pero ninguno como Santa María.
Ella, toda ella, es receptora de la misericordia entrañable de nuestro Dios, es obra de la misericordia de Dios en favor de los hombres. Dios Padre, en su plan de salvar al mundo, quiso que su misericordia llegase a sus fieles de generación en generación por medios de su Hijo, Jesucristo, el Señor. Y él vino a nosotros por obra del Espíritu Santo en las entrañas de María. Desde el principio, en la anunciación, el ángel saluda diciendo, «alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo…Has encontrado gracia ante Dios» (Lc 1, 28 ss). En ella no hay pecado. ¡Cómo iba a haber pecado, cómo no iba a ser bendita aquella que nos ha dado el fruto bendito de su vientre por quien nos llega toda bendición! No busquemos méritos en María, es hechura de la pura gracia de Dios. Por eso ella, consciente, se pondrá en las manos de Dios como la esclava en manos de su señora, toda disponibilidad, toda apertura, en total sintonía con Dios. «Toda su vida estuvo plasmada por la presencia de la misericordia hecha carne... Su canto de alabanza, en el umbral de la casa de Isabel, estuvo dedicado a la misericordia que se extiende de generación en generación» (Lc 1, 50). Al pie de la cruz acoge con Juan las palabras de perdón que Jesucristo, desde la cruz, eleva al Padre, expresión de la infinita misericordia en la que radica nuestra esperanza.; un perdón que no conoce límites y alcanza a todos son excluir a nadie. Es más, «la Madre del Crucificado Resucitado entro en el santuario de la misericordia divina porque participó íntimamente del misterio de su amor» (Papa Francisco MV, 24).
María es también modelo y ejemplo de misericordia. Es Madre de Cristo, pero además es Madre de todos los cristianos, del Cristo total, Cabeza y miembros, y Madre de todos los hombres. Al pie de la cruz, testigo del mayor amor, ella abre sus entrañas y acoge en su corazón de madre a todos los hombres. «Mujer, ahí tienes a tu hijo;... ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 26-27). Es la ahora suprema y María, como nueva Eva, dilata su amor y nos acoge a todos, buenos y malos, creyentes y no creyentes, especialmente a los que más sufren y padecen marginación, enfermedad, soledad, los descartados y caídos en las cuentas de la vida, con problemas difíciles de solucionar. Lo hizo y lo sigue haciendo porque sigue siendo madre con aquella sensibilidad y finura, con aquella intuición femenina que manifestó en las bodas de Caná de Galilea, cuando se percató de la falta de vino en la fiesta de aquellos que nos representan a todos. ¡Qué grandeza encierra su observación: «No tienen vino»... y su consejo: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 3-5)! Ella sabe de nuestras alegrías y penas, porque también las experimentó en Nazaret, en Belén, en la huida a Egipto y en Jerusalén. Ella que congrega a sus hijos como en Pentecostés a los apóstoles (Hc 1, 13-14), para que también todos acojamos al gran Don y Amor que hace posible que todos, desde la diversidad de culturas, nos entendamos hablando y viviendo la lengua del amor misericordioso y vivamos unánimes con un corazón y una sola alma hacia Dios.
Que Santa María, Reina y Madre de Misericordia, nos ampare siempre y nos enseñe a ser misericordiosos siguiendo las huellas de su Hijo y conducidos por el Espíritu Santo, un amor misericordioso cuyo fruto es alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí (Gal 5, 22-23). Si el discípulo amado la recibió como algo propio en su casa y en su corazón, en lo que permanente de su persona, que hagamos nosotros lo mismo en nuestra existencia y testimonio. Que nuestra vida, como la de María, sea un canto a la Misericordia del Señor; «que seamos como María, signo y sacramento de la misericordia de Dios que siempre perdona, perdona todo» (Papa Francisco).
+ Manuel Herrero Fernández, OSA
Obispo de Palencia