+ Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia
Siempre, desde la primera vez que lo leí siendo adolescente, me ha impresionado y me sigue impresionando el poema del poeta León Felipe por su profundidad, y su verdad, poema que él escribió en el contexto del México de los años cristeros.
Hay que salvar al rico,
hay que salvarle de la dictadura de su riqueza,
porque debajo de su riqueza hay un hombre
que tiene que entrar en el reino de los cielos,
en el reino de los héroes.
Pero también hay que salvar al pobre
porque debajo de la tiranía de su pobreza hay otro hombre
que ha nacido para héroe también.
Hay que salvar al rico y al pobre...
Hay que matar al rico y al pobre, para que nazca el Hombre.
El Hombre, el Hombre es lo que importa.
Ni el rico ni el pobre importan nada...
Ni el proletario, ni el diplomático,
ni el industrial, ni el arzobispo,
ni el comerciante, ni el soldado
ni el artista, ni el poeta
en su sentido ordinario y doméstico importan nada.
Nuestro oficio no es nuestro Destino.
“No hay otro oficio ni empleo que aquel que enseña
al hombre a ser un Hombre”.
El Hombre es lo que importa.
El Hombre ahí,
desnudo bajo la noche y frente al misterio,
con su tragedia a cuestas,
con su verdadera tragedia,
con su única tragedia...
la que surge, la que se alza cuando preguntamos,
cuando gritamos en el viento.
¿Quién soy yo?
Y el viento no responde... Y no responde nadie.
¿Quién es el Hombre?...
Tal vez sea Cristo...
Por que el Cristo no ha muerto...
Y el Cristo no es el Rey, como quieren los cristeros
y los católicos tramposos...
El Cristo es el Hombre...
La sangre del Hombre...
de cualquier Hombre.
Esto lo afirmo. No lo pregunto.
¿No puedo yo afirmar?...
Pero hoy el problema que tenemos es que casi nadie se pregunta quién soy yo, quién es el Hombre, quien es el varón o la mujer. «En nuestros días, -decía el Concilio Vaticano II hace 54 años al comienzo de la Constitución Gaudium et spes, 3- la humanidad, admirada de sus propios descubrimientos y su propio poder, se plantea, sin embargo, muchas veces preguntas angustiosas sobre la evolución actual del mundo, el lugar y la función del hombre en el universo, el sentido de su propio esfuerzo individual y colectivo... Hay que salvar, en efecto, a la persona humana y renovar la sociedad humana. Por consiguiente, el hombre, pero el hombre en su unidad y totalidad, con su cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, será el eje de toda nuestra exposición». En la concepción del hombre, en el campo de la antropología, nos jugamos el futuro feliz o infeliz de cada persona y de la sociedad, e, incluso, de toda la creación. El problema está en la antropología. Hasta ahora vivimos en una sociedad donde el hombre es concebido de muchos modos, teniendo cada expresión una parte de la verdad, pero no la verdad plena. Así para algunos sólo es enigma, o un animal racional, o un simple animal un poco más desarrollado que los otros, o un ser para la muerte, o una pasión inútil, un dios menor, un nuevo dios, o un ser sin sentido, etc. En parte de la humanidad, sobre todo la occidental, la que consideramos más desarrollada cuando se habla del hombre es referirse a un ser que trabaja, produce, consume y se divierte. Basta con mirar los medios de comunicación social, la prensa, la televisión, internet, los mass media y los programas de radio: “Dicho horizonte proclama que de una sola cosa se trata en la vida: de incrementar al máximo la producción de objetos, productos y esparcimientos puestos al servicio de nuestro confort material” (Javier Ruiz Portella, en Manifiesto contra la muerte del espíritu y de la tierra).
¿Cómo entiende la fe cristiana, la Iglesia católica, al ser humano, sea hombre o mujer, a toda persona? «Realmente, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado... El manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación... Pues El mismo, el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen maría, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado... Este es el gran misterio del hombre que la revelación cristiana esclarece para los creyentes. Así pues, por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos abruma. Cristo resucitó, destruyendo la muerte con su muerte, y nos dio la vida., para que, hijos en el hijo, clamemos en el Espíritu: ¡Abba! ¡Padre!» (Concilio Vaticano II, G. S, 22). De este tema seguiremos tratando.