La modernidad nos enseñó a orientar nuestra vida mirando hacia el futuro, pues se suponía que la ciencia lo predecía y la tecnología lo controlaba. Pero la crisis del COVID-19 nos ha recordado nuestra vulnerabilidad, la imposibilidad de protegernos de todo. Como seres humanos somos animales racionales y, por definición, vulnerables, susceptibles de daño y sufrimiento, de placer y de dolor, de ser heridos.
Y esta vulnerabilidad puede ser psico-somática, social y espiritual, aunque todos estos tipos están interconectados y así todos inciden sobre las relaciones sociales, pudiendo generar crisis de sentido. Podemos optar por la resignación, que no sería moralmente aceptable; la mejor opción podría ser el reconocimiento y mitigación de la vulnerabilidad, mediante una profundización en lo humano y lo trascendente, mediante la plena realización y no mediante su supresión o superación. Cabe preguntarnos como cristianos qué podemos hacer siendo tan vulnerables. Cada persona y la sociedad en general debemos fomentar el conjunto de virtudes que posibilitan nuestra realización humana, buscar la excelencia dentro de nuestras limitaciones, y preguntarnos qué podemos y debemos hacer con ellas. Reavivar grandes virtudes como la prudencia, por supuesto, pero también el compromiso, la honradez, la fortaleza, la templanza, la humildad, el agradecimiento, la fe, la esperanza y el espíritu de sacrificio nos ayuda a ser guía y lámpara en el camino - tantas veces oscuro - de la sociedad; nos ayuda a ser un prójimo auténtico, un buen samaritano en medio de tanta indiferencia moral y política.
La pandemia que estamos viviendo supone una especie de prueba de estrés y podremos soportarlo mejor con el cultivo de la virtud y del cuidado, que no depende de los cálculos de utilidad o de veleidades individuales y culturales, sino que miran al fondo del espíritu humano en su búsqueda trascendental, iluminada por Cristo quien es el camino , la verdad y la vida (Jn 14,6).